Su Majestad la investidura

Vozquetinta

La luz del amanecer se filtra por los ventanales. El rey camina hasta el gran espejo que mandó colgar en su salón favorito de palacio. Hace un rictus parecido al de una sonrisa cuando está frente a la imagen que lo refleja. Termina de acomodar al cuerpo lo que él imagina que es su ropa. Enfundado ya en el traje imperial de siempre, pero al que denomina nueva vestimenta, avanza hacia las cámaras, recibe los destellos de los reflectores, toma el par de micrófonos. Quizá como inconsciente reflejo de su acuática geografía natal, apoya cada frase con manos que mueve en mareante oleaje e inunda con larguísimas lagunas cuanto tema se le ocurre tratar. Concluye el rito. Se retira, suponiéndose cubierto por una suerte de capa echada a los hombros, zurcida con hilos de vivos colores marca Ego.

El rey va desnudo, como en el famoso cuento de Andersen. Lo sabe, pero se hace creer a sí mismo que estrena un nuevo vestido cada mañana, del cual es su propio y único sastre. Así, gracias a un hipotético franciscanismo de solemnidad, arropado por tantos y tan devotos súbditos, resulta más redituable. Entre el oro y el bronce, mejor este último porque es el material en que se funden las estatuas. Y no serán florero, pero las broncíneas estatuas bien que decoran los bulevares de la Historia hecha a modo.

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Total, lo significativo para el rey no es tener vestidura sino cuidar la investidura. No dar ocasión a los adversarios de encuerarlo. No presentarse en actos donde haya la posibilidad de hacer jirones tan soberano ropaje. No correr el riesgo de llegar a una sesión de modistas sin que ésta se ponga de pie y le eche flores al nuevo traje del gobernante. Y que arda Troya. Al cabo el rapto de Helena (o la medalla a Elena) no amerita exponerse a tirios y troyanos (la runfla de neoliberales, fifís, conservadores, pro-colonialistas, similares y conexos), como si fueran a recibirlo con balazos en vez de abrazos. Lo primero, faltaba más, es la sacrosanta investidura, y hay que protegerla más que a la niña de los ojos.

“Conferir una dignidad o cargo importante”, se lee como definición en la entrada investir de cualquier tumbaburros. El rey privilegia este verbo. Lo esgrime cuando es de su conveniencia. Lo vuelve divisa, blasón, escudo heráldico. Lo refuerza con argumentos que por lo general ni vienen al caso, pero que caen como anillo al dedo para echar más gasolina al fuego de la polarización en que estamos tatemándonos. Es entonces cuando la dignidad, el cargo importante conferido, se tergiversa o demerita.

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La cultura del culto ciego, desinformado, sin raciocinio ni crítica. La cultura de las luminosas cortinas de humo en la plancha mayor del idílico reino. La cultura de las verdades a medias, las falacias, los otros datos en manipuladas fuentes que se ocultan bajo la manga, rejegas al menor escrutinio. Se trata de iconos investidos en estos tiempos de política real, que no realista. Hábiles autodestapadores de corcholatas. Celosos vigilantes de imágenes.

Así se vive en el imperio de la cuarta trasformación. De paso, también, en el día a día de la cuarta… pregunta. Tal vez como irónico anticipo del momento presente, el genial Chava Flores remató su juguetona composición Cuento de hadas (1953) con esta perla de sabiduría popular: “Yo por eso no quiero ser rey”.

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Enrique Rivas Paniagua

Contlapache de la palabra, la música y la historia, a quienes rinde culto en libros y programas radiofónicos