Usted, maestro Beltrán

Vozquetinta

Sí, sí, usted, Alberto Beltrán García (1923-2002). El discreto inquilino en el quinto patio del Taller de Gráfica Popular, vecino, entre otros grandes artistas, de Leopoldo Méndez y Pablo O’Higgins. El que acudió vestido con su camisola de cuello abotonado en lugar de hacerlo con traje y corbata a recibir el Premio Nacional de las Artes y, mero enfrente de las máximas autoridades del país, guardó como si nada el diploma en su inseparable morral. El primer director de la entonces llamada Dirección General de Arte Popular (hoy, de Culturas Populares, Indígenas y Urbanas), adonde con generosidad me ofreció usted trabajo como investigador de las tradiciones para aliviar mi entonces crítico desempleo.

Usted, maestro Beltrán. El de trazo ágil y volante con el lápiz y el punzón, siempre fiel al contexto histórico. El grabador de la magistral, icónica, archirreproducida Entrada de Juárez a la Ciudad de México en 1867, esa suerte de patriótica fotografía forense a la que usted dio click como si la hubiera tomado justo desde aquella multitud receptora. El dibujante solidario de causas sindicales, obreras, campesinas. El ilustrador de cartillas indigenistas, de libros de texto gratuitos, de obras trascendentales como Visión de los vencidos, de Miguel León-Portilla; Juan Pérez Jolote, de Ricardo Pozas; Pedro Martínez y Antropología de la pobreza, de Óscar Lewis; La ruta de Hernán Cortés, de Fernando Benítez; Origen, vida y milagros de su apellido, de Gutierre Tibón; Picardía mexicana, de Armando Jiménez…

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Usted, maestro Beltrán. El que contribuyó con dos o tres palomazos gráficos que me atreví a pedirle de última hora porque estaban vacíos tales espacios y me urgía mandar ya a la imprenta mi monografía Hidalgo, entre selva y milpas… la neblina. El que nos diseñó el logotipo del sello discográfico Tlalli con que Cruz Mejía y yo respaldamos los fonogramas que producimos con música original o grabaciones de campo. El que me hizo el honor de dibujar íntegro mi libro Jarocho Puerto, para lo cual, según me confesó usted después, se trasladó ex profeso hasta Veracruz a fin de retratar mejor cada uno de los 30 minicapítulos que contenía la obra y hacerlos coincidir con el espíritu porteño que busqué caricaturizar.

Usted, maestro Beltrán. El eterno transeúnte. El afable y desprendido. El reacio a los reflectores. El que luego me invitaba a comer huaraches o memelas en una fonda chiquita que parecía restaurante, como dice una canción ranchera, situada a la vuelta del periódico El Día en la colonia San Rafael. El que “al paso de los años fue desprendiéndose de todo como san Simón en el desierto, al grado de tener una cuchara, un tenedor y un cuchillo y, si acaso se le unía alguien, el comensal comía primero para poder pasarle sus cubiertos”, a decir de Elena Poniatowska, su contlapacha de aquella entrañable crónica Todo empezó en domingo.

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Usted, con mayúsculas. Entre tantos paliques que con mucha frecuencia sosteníamos, supongo que recordará la vez cuando se animó a tutearme y, al no hallar en mí la misma respuesta, volvió en seguida, previa sonrisa cómplice, a nuestro usted de cajón. Nunca se lo dije, maestro, pero su amistad me era sagrada. Tanto respeto le guardé siempre que mi tuteo habría sido una profanación.

Usted, mi querido, admirado, benefactor Alberto Beltrán. Hoy, a un siglo de su natal 22 de marzo de 1923, lo aplaudo, lo evoco y le rindo aquí las más discipularias gracias.

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Enrique Rivas Paniagua

Contlapache de la palabra, la música y la historia, a quienes rinde culto en libros y programas radiofónicos