Eso que le dicen tallerear

Vozquetinta

“Taller de redacción”. Se me hizo lo más fácil del mundo titularlo así, cuando mi objetivo era solamente compartir a quienes participaran en él mi experiencia en la feliz aventura de vestir un texto, terminar de modelarlo, dejarlo más legible. Por supuesto, fallé. A la segunda o tercera oferta decidí modificar el nombre; ahora se llamaría “Taller de corrección de estilo”, y el requisito sería llevar un trabajo completo o muy avanzado para aprender en colectivo a pulirlo. Ni así. En ambos casos, las personas inscritas creyeron que yo les iba a enseñar cómo redactar de cabo a rabo, a partir de cero, su gran obra maestra. Con la pena, pero las decepcioné. Y después de cuatro años de impartir aquellos dichosos talleres, les puse punto final. Creo que ni vocaciones escribidoras desperté o reafirmé.

Seguido me cuestiono si de veras sirve de algo tanto taller (que de redacción, que de creación literaria, que de novela o cuento o poesía, que de tal tipo de periodismo). Tal vez porque no sé impartir uno, o porque mi dinámica de grupos no resulta la idónea, o porque no doy la confianza necesaria para que los asistentes me interroguen, critiquen y, antes que nada, aporten datos, ideas, saberes. Quién quita y todo se restringe a una percepción errónea de lo que debe o puede ser un taller de esta índole, tanto en quien juega el cuestionable papel de docente, como en quienes se apuntan en la lista de asistencia.

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Rara vez un taller cumple la función de ágora. Lejos está de ser el sitio alentador para la bohemia, la charla creativa, el intercambio de experiencias, el desglose y análisis de las noticias diarias, la divagación en torno a cierto tema circulante en redes sociales, el acto de desmenuzar los diversos estilos de redacción de la gente consagrada. Y en cualquier chico rato, previa motivación, sacar la pluma para pergeñar ahí mismo nuevos textos individuales o comunitarios. Sentar en el banquillo a las palabras, jugar con ellas, reinventarlas. Generar locuras, utopías, molinos de viento. Eso sería, creo yo, el auténtico tallerismo.

Exento de mi visión pesimista los talleres de lectura en voz alta, porque pueden servir, bien conducidos, para mejorar la dicción (¡cómo me entristece escuchar a una persona que al leer no hace caso de los signos de puntuación, como si se tratara de ornamentos o estorbos!). También salvo de mi crítica los talleres dedicados a introducir o perfeccionar la ejecución de un instrumento, sobre todo en el campo de la música popular (¡cómo me conmueve ver a niñas y niños de la Huasteca haciendo sus pininos al violín, la quinta huapanguera o la jarana, lo que contribuye a que el huapango siga, no sólo vivo sino renovándose, sobre todo cuando aprenden igualmente a improvisar versos, o sea a trovar!).

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Digo, algo tenía que consolarme ante el otro panorama, bastante tristón: el de la escasa y muchas veces decepcionante literatura producida en talleres donde se supone que se enseña a escribir bien. Y peor si a dichas clases concurren talleristas fósiles, de esos que se apuntan en cuanto curso se anuncia, semestre con semestre, aunque a fin de cuentas de nada parezca servirles. Sin duda por culpa de quienes no sabemos —mea culpa— motivarlos a producir.

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Enrique Rivas Paniagua

Contlapache de la palabra, la música y la historia, a quienes rinde culto en libros y programas radiofónicos
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