«Hay cansancio, pero no hay que rendirnos»
Se lo llevó el Covid… no es el primero
A ocho casas de la mía llegó una carroza fúnebre. Blanca, con una enorme A en color negro, tenía las puertas abiertas y un féretro color café claro aguardaba en la cochera.
Sí, se lo llevó el Covid a uno de mis vecinos.
No, no es el primero. Apartados como estamos de la mancha urbana el otro día pasé por agua, y en otra de las calles, una casa tenía rematado un crespón de color negro.
Abrió la puerta un niño que me miró con una mirada entre resignada y melancólica, pues se dio perfecta cuenta de que miraba el moño. Ambos sabíamos que fue el Covid.
Antes, semanas atrás, unos vecinos del otro lado de la cerca metálica abrían la puerta para conformar una caravana de despedida. Todos vestían de negro, se organizaban para un cortejo fúnebre.
En diciembre, vi movimiento en casa de mi vecino, don Juvencio. Mi socio para hacer el parque, un gran tipo, jubilado, gustaba de tocar huapangos con su violín, ese profesor menudito y sonriente de Tlanchinol.
Ese día, al salir, me encontré con una de sus hijas. No. La vi de negro y al verme sollozó. Sí, se fue mi amigo, presentí. Dijo que había sido el pulmón, una neumonía. No saben si fue Covid.
En esta casa verde, junto a un jardín de niños, sale un pequeño como de unos 6 años. Tiene ímpetu en sus movimientos, pero su semblante está ensombrecido. Un poco demacrado, se nota que ha llorado, pero quizá cansado de llorar se endurece su semblante para dar paso a la resignación.
Sigo mi camino a la tienda, donde un par de vecinos morenos, tatemados por el sol y transpirados, sonríen despreocupados sin usar cubrebocas. Detrás de ellos, una mujer, de cabello rizado, espera a que terminen sus trivialidades. Viste de negro y usa un grueso cubrebocas verde de hospital.
Le toca su turno con la dura propietaria del negocio a quien le pide fiado, le promete que le pagará con intereses. Aquella mujer no cede, con su cubrebocas mal puesto, dice que ya son dos ocasiones en que le pide y considera que no le va a pagar.
Apesadumbrada, la mujer que viste de negro resopla resignada y toma unos chocolates que sí le alcanza para pagar. Le comenta que no le ha podido pagar porque estuvo todo un mes hospitalizada. La tendera guarda silencio. Yo también, ambos sabemos que fue el Covid. Sin embargo, también el silencio de la señora de la tienda denota que no va a ceder.
Adivinó que, por su vestimenta, esta mujer vestida de negro pertenece a la casa donde vi la carroza blanca y el ataúd café claro en la cochera. Las monedas del cambio pasan por sus manos y, aunque agradezco su gesto de intermediación, no puedo evitar tomar del gel de la entrada y limpiar monedas y manos. Es el miedo al bicho.
La mujer de negro y cabellos rizados sale detrás de mí. No es tan mayor, pero se le nota agotada. Y en efecto, la veo dirigirse a la casa verde, esa que está junto a una guardería donde más familiares vestidos de negro, se organizan, hablan, empiezan a maniobrar para despedir al familiar que se fue.
Hay una enorme nube negra aproximándose al fraccionamiento, en sentido contrario al habitual. Sopla un viento persistente, sombrío. No, no se ha acabado esta maldita pandemia. Ahora es Delta, dicen. Esa nube negra me hace recordar que estamos empezando una tercera ola de contagios. Otra vez esa sensación de desesperanza de que esta pesadilla no termina.
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