En el principio fue el íncipit

Vozquetinta

Sintético, directo, ingenioso, breve, jalador. Así debe comenzar un editorial, una columna de opinión, una entrevista, un reportaje, un artículo, una simple nota periodística. No se diga un cuento, una novela, una crónica, un ensayo, un libro de divulgación. Para que nos atrape con sus tentáculos y nos conmine a seguir leyendo. En caso contrario, lo fundimos en el rincón de los “luego”, de los “al rato”, de los “más tarde” que nunca llegan. Y adiós, a otra cosa, mariposa, ignorando que, tras aquel bostezante inicio, a lo mejor seguían párrafos o páginas de antología.

“Me gustan tus entradas, tocayo”, le escuché cierta vez a mi cuatacho Enrique Loubet Jr. cuando le entregué una más de mis colaboraciones para Comunidad Conacyt, revista que él dirigió de 1979 a 1982. Palabras por el estilo recibí de Luis Mariano Aceves, también contlapache mío y a la sazón director editorial de Escala, revista de a bordo de Aeroméxico, allá por 1992, tras la publicación de un artículo donde arranqué calificando de voluptuoso, léase: calenturiento, al paisaje guerrerense. Menos mal que en ambas ocasiones los lisonjeros apapachos de mis colegas me hicieron lo que el viento a Juárez.

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Y aquí sigo, de necio con la importancia de un buen íncipit (breviario cultural: latinajo cuya traducción es «Empieza», empleado en literatura para referirse a las primeras palabras de un texto). Esa mentada frase original, tanto en su sentido de origen como de distinción, es un auténtico quebradero de cabeza cada vez que escribo. A veces surge de inmediato, fresca, espontánea, sin necesidad de ajustes; otras veces, tengo que extraerla con fórceps o con calzador, urgida del necesario acomodo para que no suene rebuscada. Y a darle, que es mole de olla, aunque lo restante del escrito tampoco me signifique un mero seguir al pie de la letra una receta de cocina.

Van como ejemplos en los que me he inspirado algunos íncipit famosos, partiendo de la hipótesis de que quienes me lean sabrán identificar a sus autores: “A la mitad del viaje de nuestra vida”; “En un lugar de La Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme”; “Platero es pequeño, peludo, suave”; “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo”, “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”.

Si después de posar la vista en ellos no queda uno intrigado por descubrir lo que continúa, es que la insensibilidad ha llegado a extremos peligrosos en nosotros. Convendría entonces darle un nuevo íncipit a nuestra existencia.

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Enrique Rivas Paniagua

Contlapache de la palabra, la música y la historia, a quienes rinde culto en libros y programas radiofónicos