Un viajero a contratiempo

Vozquetinta

La clásica pregunta que me largaba alguien después de hablarle de equis destino turístico, de pueblo interesante o zeta maravilla de la naturaleza que tuve el privilegio de conocer en mis andanzas, era siempre: “¿Cuántas horas hago para llegar ahí?”. Y mi clásica respuesta, no pocas veces generadora de reacciones de contrariedad o desencanto en el interlocutor, era más o menos en estos términos, los cuales seguramente le parecían exquisiteces puristas, si no es que reverendas sangronadas:

—¡Sepa! Por motivos profesionales yo mido distancias, no horarios. Puedo decirte que el lugar de marras está a tantos kilómetros, pero no a tantos minutos. Además, mi ética de manejo es muy distinta a la tuya. Yo no viajo como bólido. Tampoco lo hago con tapaojos de caballo lechero, como para cerrarme a disfrutar del paisaje. Mucho menos me sigo de filo si en el trayecto descubro ángulos carreteros que me invitan a detener la marcha para tomarles una fotografía o me coquetean tentadoras brechas hacia sitios próximos que a lo mejor tienen algo atractivo.

—Así he ido enriqueciendo mi currículum de vivencias andariegas. Por eso te puedo hablar de tal vallecito oculto, de tal cascada escondida, de tal playa solitaria. Lo mismo, de tal sitio arqueológico perdido, de tal capilla colonial olvidada, de tal puente de camino real cubierto por la maleza. También, de tal fonda campirana con auténtica comida regional, de tal hotelito pueblerino con patio interior y cuartos de balcones panorámicos hacia la sierra, de tales baños rústicos (que no, Dios me libre, spas o balnearios emperifollados) con pozas de aguas termales.

—¿No entiendes que viajo sin presiones esclavizantes, sin otro reloj que mis propios ritmos anímicos, orgánicos y espirituales? No concibo excursionar de otro modo si realmente quiero compenetrarme de mi país, si mi objetivo es de veras entender a este otro México y, de paso, comenzar a entenderme a mí mismo. Es una necesidad existencial, aunque no lo creas ni, menos aún, la compartas conmigo. Si quieres llámala filosofía peregrina, ideología trashumante o personalidad de nómada explorador.

—Y, por último, aunque no niego su utilidad para casos urgentes o de prisa inevitable, deja de lado las autopistas. Carecen del romanticismo de los viejos caminos pavimentados o de terracería. No están diseñadas para conminarte a la sorpresa, ni insinuarte desviaciones que podrían ser halagadoras. Su única misión emotiva es tentar ese ego tuyo de mantener a fondo el acelerador y presumir después dicha hazaña.

—En fin. Que tengas buen viaje, aunque hagas la mitad del tiempo que yo acostumbro hacer… Será el sereno, pero nunca he aceptado ese vicio de cronometrar los viajes de placer por vía terrestre. Compadezco a las personas maniáticas que lo tienen como consigna de vida, con mayor razón cuando hago un alto en mi ruta carretera para extasiarme ante un atardecer, cuando paro durante el itinerario a saborear antojitos en puestos lugareños o cuando admiro la humilde población a la que me condujo mi pecado de recorrer tramos secundarios. El arte, para mí, de todo viaje supremo.

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Enrique Rivas Paniagua

Contlapache de la palabra, la música y la historia, a quienes rinde culto en libros y programas radiofónicos