Por: Dino Madrid
Cada que llueve en Pachuca, no solo se tapan las coladeras, también se destapan décadas de abandono, de decisiones tomadas con los ojos en el ‘bisnes’ y no en las personas. La lluvia, esa que debería ser bendición, aquí se convierte en espejo. Y lo que refleja es brutal: una ciudad partida en dos, donde las desigualdades no solo existen, también persisten.
En Pachuca hay zonas donde el agua corre por las calles como si nada; y otras, donde se mete hasta las cocina, donde la gente pone costales en la puerta como quien pone fe. Son las mismas colonias olvidadas de siempre, donde nunca hubo presupuesto para drenaje pluvial, donde el pavimento llega con suerte, y donde las promesas se evaporan más rápido que los charcos.
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Pachuca creció sin cabeza. Y lo peor: creció pensando en los autos, no en las personas. Avenidas amplias, pasos vehiculares, glorietas nuevas, pero, ¿y los drenes pluviales?, brillan por su ausencia. ¿Y las áreas verdes?, ni hablar, aquí se siembran plazas comerciales, no árboles. Se construyó como si el concreto fuera eterno y el agua un detalle menor. Como si la naturaleza no tuviera memoria, pero vaya que la tiene.
Lo más grave no es que la ciudad se inunde: lo grave es que ya lo normalizamos. Que cada tormenta se vuelva rutina, y cada desastre una anécdota. Que vivamos con miedo a una lluvia porque sabemos que, al final del día, los más afectados son siempre los mismos: quienes no tienen ni drenaje ni voz.
Y no, esto no es solo un tema técnico. Es profundamente político. Porque cuando se decide invertir en puentes para coches antes que en sistemas de captación pluvial, se está decidiendo quién vive con dignidad y quién sobrevive con resignación.
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Pachuca no necesita más puentes atirantados, necesita justicia urbana. Necesita una planeación pensada en las personas, no en el fraccionador. Una ciudad que aguante la lluvia y la desigualdad.
Si la lluvia es pareja, la ciudad también debería serlo. Y hoy, eso sigue siendo una deuda pendiente.
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