Viaje al centro de la aventura

Viaje al centro de la aventura

A la par de los testimonios de andanzas viajeras reales por una región o un país, también he disfrutado siempre de los libros de aventuras imaginarias por la geografía y el tiempo.

Enrique Rivas Paniagua
Mayo 18, 2025

Ya alguna vez di cuenta en estas páginas vozquetinteras de mi pasión por las obras de crónicas de viajes, hija ninguneada o hundida por la Madre Literatura en la categoría de género menor y a la que gusta de endilgarle calificativos tipo ‘ligera’, ‘superficial’, ‘intrascendente’, como si la amenidad y fluidez narrativa que suelen caracterizarla fuesen su pecado original. Me faltó decir entonces que algo similar piensa la Historia, su tía solterona, y por eso no toma en cuenta a la crónica de viajes (o lo hace a regañadientes) como respaldo de consulta, ya no digamos como fuente documental confiable para explicar el pasado. En fin, allá ellas y sus aires de grandeza.

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A la par de los testimonios de andanzas viajeras reales por una región o un país, también he disfrutado siempre de los libros de aventuras imaginarias por la geografía y el tiempo. Es uno de mis pecadillos heredados de etapas juveniles, cuando fantasear en otras realidades suponía más un acto de creatividad del espíritu que un defecto o un trauma. ¿Quién me quita ahora la magia de haber aspirado esa esencia y suspirado con su movilidad? ¿Quién puede borrar hoy de mi memoria las películas o documentales que mis ensueños filmaban durante cada lectura, tomando la trama como guion cinematográfico?

Es el caso, por supuesto, del clásico del género (al que yo llamo ‘ficción viajera’, o quizá ‘crónica de aventuras imaginarias’), Jules Verne. Aún sitúo en mi top ten de emociones lectoras a su Viaje al centro de la Tierra y La vuelta al mundo en 80 días, y no dejo de ufanarme de la influencia que ejercieron en mi vocación otras obras suyas como, Veinte mil leguas de viaje submarino, El faro del fin del mundo, La isla misteriosa o, en dimensión espacial, De la Tierra a la Luna y Alrededor de la Luna.

Aun a riesgo de que alguien me tache de romanticista, incluso de cursilón, confieso el grato sabor de boca que me dejaron Emilio Salgari con El corsario negro, Los piratas de la Malasia y Los pescadores de trépang; Arthur Conan Doyle con La Atlántida sumergida y El mundo perdido; Herbert George Wells con La máquina del tiempo; y Rafael Sabatini con El capitán Blood.  De este último destaco también las características del ejemplar en que lo leí y que guardo orgulloso en mi biblioteca, impreso en 1957 en Buenos Aires por la Editorial Tor, en amarillento papel revolución y tipografía casi caligráfica.

La novela de aventuras utópicas se vuelve boleto de viaje, con seguro de vida incluido. Uno vive o revive las peripecias literarias de quien se quemó las pestañas al escribirlo, de quien dejó en sus páginas el paso a paso de cierta expedición fabulosa. Uno siente y resiente en carne propia los peligros, las acechanzas a sus personajes. Uno pone y traspone en cada capítulo el umbral de lo real a lo ficticio, de lo creíble a lo increíble. Es como redactar de nuevo la obra, recrearla, reinventar su argumento y volvernos coautores de ella.