Hace tres días, Joan Manuel Serrat, ese señorón de la composición y el canto, depositó cuatro objetos en la urna 1276 de la Caja de las Letras del Instituto Cervantes, con sede en Madrid: 1) su primera máquina de escribir, que llenó “horas en las que los sueños tenían ganas de plasmarse en el papel y calzarse alas para volar”; 2) la partitura original manuscrita, para orquesta, de su canción Mediterráneo; 3) su primer fonograma, un extended-play de 45 rpm grabado en 1965, que “casi se está desintegrando”; y 4) un ejemplar de la Antología del poeta Miguel Hernández, “libro de los que se vendían un poco de contrabando, de la Biblioteca Losada, una editorial a la que jamás mi generación —y algunas de las posteriores y anteriores— terminará de agradecer lo que ha sido para la edición en el mundo”.
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(Hace cuatro años agradecí en un Vozquetinta a la colección Austral, de la editorial Espasa-Calpe, y ahora aprovecho para hacer lo mismo a la Biblioteca Contemporánea, de la editorial Losada. Ambos repertorios, hermanados por su formato de bolsillo, su amarillento papel y su tipografía clara y de buen tamaño, siempre han sido pieza clave para respaldar mi bibliofilia. De ellos atesoro memorables lecturas a obras de Sor Juana, Darío, Juan Ramón, García Lorca, Unamuno, Baroja, Azorín, Guillén, Andreiev, Flaubert, Maquiavelo y un largo, larguísimo etcétera.)
Pienso, sin embargo, en el acto mismo (o más concreto: en el tipo de homenaje) rendido al gran catalán. Me escuece un poco que cuatro patrimonios suyos, tan entrañables para él, se hayan depositado en un nicho que, además de situarse dentro de una bóveda oculta a las miradas públicas, permanecerá cerrado bajo dos únicas llaves: la del Cervantes y la otorgada como cortesía a Serrat. Supongo que la misma desazón tuvo el intérprete de Cantares, Penélope y Tu nombre me sabe a yerba al preguntarle al director del Instituto: “¿Podré recuperarlo en algún momento? Cuando te mueres, te dejan ahí. Pero como me tengo que dejar a mí mismo, entonces quiero saber si puedo sacarlo también, llevármelo de paseo al Retiro [nombre del conocido parque madrileño] y luego lo devuelvo”.
¿A quién le sirve un legado así, inhumado para toda la eternidad? ¿Qué mortal, qué ser humano común y corriente podría alguna vez, ya no digamos teclear la máquina de escribir, tomar con sus manos la partitura, poner el disco en una tornamesa para escucharlo u hojear el libro impreso por Losada, sino tan sólo fijar la vista, aunque sea a prudente distancia, en tales tesoros? Mejor sería exhibirlos en un museo, entre cristales, temperatura controlada, luz indirecta y música ambiental. Al menos así se atenuaría la incómoda sensación de haberlos refundido en una tumba, tumba a la que quizá ni siquiera los serratófilos irán jamás a llevarle flores.
Creo que el propio Joan Manuel Serrat resumió bien el dilema en las últimas palabras de su intervención durante la ceremonia: “Bueno, gracias por darme el homenaje, por dejarme en vida entre tantos muertos”.
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