Réquiem por Ramón

El Surtidor

Esto es estrictamente personal. Escribo estas líneas desde la afonía que genera el recuerdo de alguien que significó un maestro en mi vida. Lo hago con la impotencia de no haber podido pronunciar palabra en su homenaje póstumo. Con la rabia de quien se cuestiona por qué razón se marchan los seres queridos.

En una era en la que todo se rige bajo los designios del slider, pareciera que también los recuerdos tendrán el mismo fin. Tal vez lo que adelantó Rousseau tendría que reescribirse agregándole una tilde cuando señala que en el futuro: “El único vínculo de nuestras sociedades será el mutuo afecto, la conformidad de gustos y la concordia de caracteres”.

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Sin embargo, pese a lo mucho que deseara evadir con palabras lo que me ocurre, no podría hacerlo. Como decía el poeta de la voz bronca, Ramsés Salanueva: “un verso de un poema no puede detener el cauce de un río”. Y lo real es eso: las pérdidas duelen. Ésa es la única verdad. 

Juan Sasturain escribió en Página 12: “etimológica, latinamente, deudos son simplemente parientes. Pero, en el uso, sólo lo son –digamos– en estado latente: los parientes –en todas sus variantes, de padres e hijos a sobrinos y nietos– sólo se definen como genéricos deudos ante la muerte de otro pariente. Es una relación de reciprocidad en diferido: somos siempre parientes y cuando uno se muere transforma a los demás en deudos. Los deudos son más y menos que posibles o forzosos herederos. O acreedores. Se suele heredar la pena, el vacío también”.

A Ramón Castillo González lo conocí hace más de tres lustros. En aquel tiempo estaba por dejar en pausa su plaza de la Dirección General de Educación Tecnológica Industrial porque se encontraba fraguando la llegada a Hidalgo del Instituto Politécnico Nacional. Entonces no supe que me habían presentado a una institución andante, alguien que había ganado premios en el país, que había sido funcionario directivo federal, rector y director de instituciones.

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Con los años que lo conocí, creo que, a parte de su disposición ó su sonrisa incansable, siempre se distinguió por apoyar al deporte y hacerle saber a todo el mundo que era uno de los más fieles seguidores de su alma mater, el Politécnico Nacional. Por eso, hace unos días que recorrí la avenida del Distrito de Innovación, Salud, Ciencia y Tecnología, no logré dimensionar qué habrá sentido él cuando vio al IPN funcionar en la tierra que lo vio florecer como académico y directivo de instituciones de educación media superior y superior.

El tiempo que me tocó reencontrarnos antes del gobierno de la transformación de Hidalgo, y ahora, ya en funciones como compañeros de trabajo, estrechamos más nuestros lazos. Quizá porque yo llevo aún fresca la herida de la muerte de mi madre y él también estaba herido por la muerte de su hijo. No fue una amistad paternal, fue más observarnos como deudos que coinciden en un mismo plano con un objetivo común. 

Por ello, ahora que ya no está, al ver a sus amigos con los que convivió más años, aquellos que pudieran describirlo mejor que yo, cuando escucho a sus excompañeros de trabajo, cuando observé el video que envío su hijo y la manera en que lo rememora, sólo puedo afianzar más el recuerdo que sobrevivirá en mi memoria: hemos sido afortunados aquellos que tuvimos la oportunidad de considerarnos amigos de un gran hombre. Descansa en paz, querido Maestro.

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Daniel Fragoso

Daniel Fragoso Torres. Nació en Pachuca, lector, escritor, se ha desempeñado como profesor universitario, periodista, editor, funcionario público y consultor. Es insomne.