Memorias de un tundeteclas

Vozquetinta

Todo un rito era antaño para mí iniciar la mecanografía de cualquier texto. Primero quitaba la dura tapa protectora de la máquina mecánica. Luego me allegaba suficientes hojas de blanquísimo papel bond, de preferencia el de grueso gramaje para que no se trasparentara, si el documento iba a ser formal, o de papel revolución (papel galera, lo bauticé yo), medio rústico, de color cafecito, si redactaría un artículo de periódico o revista. Acto seguido, colocaba papel carbón entre una de aquellas hojas y una de papel cebolla, las metía en el rodillo de la máquina y las ajustaba con los dedos índice y pulgar (las tres hojas debían estar derechitas, sin rebasarse). Pasaba entonces a revisar la cinta negri-roja: que no estuviera muy gastada, que corriera bien de un carrete metálico al otro.

Aparte, junto a la tornamesa con discos de música de concierto o de jazz, la taza de café y el cenicero, tenía un bonche de medias hojas o cuartos de hoja de reúso, por si se me ocurría sobre la marcha una palabra clave, una idea aislada, un remate probable, un tema que en ese momento no convenía pero al que podría dedicar un artículo posterior. O mi libretita de apuntes de campo, sobre todo durante los años que dediqué mis colaboraciones a la crónica de viajes. O un libro, no sólo de historia o geografía, sino de literatura, para inspirarme. Y listo, a aporrear el teclado se ha dicho.

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(Aporrear, no teclear. Me malacostumbré desde niño a tundir cada tecla de mi noble, venerada, aguantadora Olimpia, sin imaginar que muchos años después bastaría un roce táctil para que cualquier compu registrara la letra correspondiente. Y ahí sigue el castigo: ahora tengo inutilizadas dos computadoras, víctimas de mi exceso de fuerza tecleadora.)

El proceso de creación en máquina de escribir implicaba un gozoso calvario. Cada frase suponía un borrador mental previo antes de pasarla al papel. Porque para corregir una errata o una mala redacción en el original y la copia, no había más que aplicar repetidas veces la goma de borrar (con las rebabas o manchitas que dejaba, si es que no se rompía el papel) o el corrector líquido (con la pérdida de tiempo que suponía esperar a que secara). Porque no pocas veces opté mejor por sacar las hojas de la máquina y arrojarlas a la papelera. Porque aún no se inventaba la bendita virtud de las computadoras actuales para seleccionar un texto y cambiarlo de lugar, eliminarlo o recomenzar de cero.

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Se me ha metido en la choya que todo ello ha de haber influido en el estilo de cuanto escribo. Acaso mi manía hacia la nota breve, el párrafo corto y la frase directa, venga en parte de ahí. Quizá algo de esa raíz me ayude a explicar la manera que tengo de estructurar mi mensaje bajo la fórmula “Una idea, punto; otra idea, punto”. Y no me sorprendería comprobar que tal antecedente tuvo también que ver en mi gusto por cerrar los artículos casi siempre con una frase sentenciosa.

Igualito que en mis remotos ayeres cuando la máquina mecánica me retaba a domarla, a nutrir su hambrienta boca semicircular con letras entintadas. ¡Ay, esa grata fijación que me dejó la vista de sus delgadas y larguiruchas laminillas, como si fueran dientes asomados tras la sonrisa de mi cuatacha, la heroica Olimpia que un día de 1956 compró mi padre, la llevó a casa y al paso de los años se hizo mi cómplice!

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Enrique Rivas Paniagua

Contlapache de la palabra, la música y la historia, a quienes rinde culto en libros y programas radiofónicos
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