Leyendas en Hidalgo: conoce algunas historias de miedo

Te contamos algunas historias

Las leyendas en Hidalgo son historias que las personas cuentas a lo largo de los años y aquí te contamos algunas historias.

Las personas cuentan estas historias que llenan de miedo a quienes las escuchan, pues según son relatos que pasaron en la vida real.

El Día de Muertos ya se acerca y las leyendas en Hidalgo son perfectas para pasar un rato de suspenso con la familia o amigos.

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Leyendas en Hidalgo

Estas son algunas leyendas en Hidalgo:

El Charro Negro

Carlitos tenía once años, él estaba esperando a que su abuelita, Doña Lolita, cerrara su tienda. El reloj casi marcaba las nueve de la noche, cuando el niño escuchó el relinchar de un caballo, se asomó al pasillo y vio a un hombre vestido de negro montando en un caballo, él no creía lo que veían sus ojos; su abuelita
siempre le contaba historias del “Charro Negro de Pachuca”, entonces corrió para avisarle a su abuelita de lo que acababa de ver.

El jinete estaba fumando y sacaba humo por la nariz cada vez que exhalaba.
—Abuelita, abuelita, en el pasillo está el Charro Negro.
—Eso no es cierto Carlitos, mejor ayúdame a guardar las cajas de refresco en aquel estante para ya cerrar la tienda.
—Vi al Charro Negro, es como me lo has contando.
—No te creo, él solo aparece cuando hay oro en la casa y, aquí, no hay.

Al día siguiente, un muchacho que estaba esperando su pago, después de haber descargado la leña en la tienda de “Doña Lolita”; le señaló con la mano una botella.

—Doña Lolita, ¿cómo le hizo para meter ese oro en la botella, si esta tan pequeño el orificio para que entren semejantes monedas?

Doña Lolita volteó a ver la botella que decía el mozo.
— ¿Acaso me estás bromeando muchacho? Ahí no hay nada de lo que dices, solo es cisco.
— ¿Apoco no ve? Aquella botella que está ahí en el anaquel, tiene esas monedas.

Doña Lolita se acercó al anaquel, tomó la botella, la tiró al piso y cuando se rompió, se vio el resplandor del oro.

—Ya ve, yo tenía razón.
—Sí, muchacho.
Doña Lolita cogió unas monedas de oro y se las dio al muchacho.
— Toma son tuyas, te las regalo.
— ¡Gracias, Doña Lolita! Que Dios le dé más.

Cuando terminó el mozo en de decir la frase, las monedas de oro se volvieron a convertir en cisco.

Inmediatamente se escuchó el relinchar de un caballo, era el Charro Negro que soltó una carcajada.

Dice la leyenda, que aquel que encuentre oro en cualquier parte de este pueblo y lo tome con sus manos mencionando el nombre de Dios, lo verá convertirse en polvo.

La Bruja del Minero

Una mañana cualquiera, cuando el reloj marcaba las siete, Macario iniciaba su día de trabajo; como todos los días se despidió de su mujer dándole un beso en la frente.

Durante el trayecto a la mina, había un alboroto, la gente del pueblo decía que una bruja se había llevado a un bebé, pero el minero no le dio importancia porque ya era común escuchar que las brujas se llevaban a los niños.

Después de una jornada de trabajo en la mina, Macario y Luis comían.

— ¿Oye compa, por qué tu esposa siempre te pone tacos de carne para comer?
— Mi mujer dice que es carne de caballo, cuando me pone eso para comer ella se levanta muy temprano.

En realidad, nunca he visto cómo la prepara, no siempre me da tacos. Por las tardes cuando llego de trabajar me da de comer otra cosa diferente.

— Deberías de espiarla, que tal si es una bruja.

Macario soltó una carcajada un poco tímida y le dijo a su amigo.

— No es posible Luis, si ya llevo diez años de matrimonio con ella y jamás ha hecho algo extraño mi mujer, no es ninguna bruja, ya me hubiera dado cuenta.

Después de esto, Macario se quedó con la duda y esa misma noche decidió espiar a su mujer, para saber si lo que le decía su compañero era cierto; que él estaba casado con una bruja.

Esa noche, Macario se hizo el dormido, su esposa al ver que él “dormía”, se levantó de la cama, salió de su casa y caminó hasta adentrarse en el bosque; Macario la siguió.

Ya estando en el bosque, la mujer se quitó la piel dejándola caer al suelo y mostrando su verdadera cara arrugada y fea; Macario no pudo ver más detalles porque la bruja, de un salto, emprendió el vuelo y se convirtió en lechuza.

Macario espantando por lo que había visto, corrió de regreso a su casa, tomó un frasco de sal, regresó al bosque donde se había quedado la piel y esparció la sal al cuero. Se escondió entre los árboles esperando el regreso de la bruja.

Cuando ésta llegó, Macario la vio de espaldas, alcanzando a ver la horrible joroba llena de llagas, la cabeza completamente calva con verrugas, tenía unas garras con la que estiraba la piel de mujer para tornear la silueta de la que él creía que era su esposa.

No tardó mucho cuando la bruja se empezó a retorcer por la sal que le había puesto Macario a sus vestimentas falsas, se retorcía en el suelo gritando de dolor, haciendo chillidos como los de un puerco, hasta que, de un momento a otro, estos cesaron.

Fue entonces que Macario se acercó y notó que la bruja había muerto. Desde aquel entonces jamás volvió a desaparecer un niño en el pueblo.

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El duende de la mina

Estaban trabajando en la mina Francisco y Adrián cuando, de repente, escucharon unos pequeños murmullos en el fondo de la mina.

— Escuchaste eso- dijo Francisco
— Sí — respondió Adrián
— Vamos a ver qué es.

Los dos hombres dejaron su trabajo para averiguar. Entonces, vieron a un hombre pequeño de espaldas, traía puesto un gorro en la cabeza, sus orejas eran puntiagudas, su ropa diminuta: chamarra y pantalón de color verde obscuro y unas botas con casquillo en la punta.

Los mineros vieron que el hombrecito guardaba oro en unas ollas, las ponía en un carro y las empujaba sobre unos rieles.

Los hombres hicieron ruido y el duende de inmediato se escondió en una de las paredes de la mina.

—Vamos a atraparlo, a ver si es cierto lo que la gente cuenta sobre los duendes: si atrapas uno de ellos, tienen que darte su oro escondido, a cambio de su libertad.

—¡Se metió en este túnel!

Tardaron un rato en esperar a que saliera el duende, en cuanto se asomó, Francisco le echó una frazada roja encima y le hizo un nudo con un lazo haciendo un tipo bolso. Pasó un largo rato, los mineros ya se estaban desesperando hasta que se escuchó una vocecita que pedía que lo dejarán salir porque ya no podía respirar.

— ¡Déjenme salir, ya no resisto me falta el aire!
— No te dejaremos salir, hasta que nos digas dónde tienes tu oro.
— Está bien, pero abran la bolsa, ¡quiero salir!

Cuando Francisco desamarró la cuerda, de un brinco salió el duende, entonces le vieron el rostro: su nariz era grande y traía una barba larga y roja.

Los llevó a una parte de la mina que ellos no conocían, un túnel que llevaba a la superficie y a un bosque. Al salir de la mina el duende los llevó hasta un árbol enorme con una ranura en la parte del tronco, les dijo que lo esperaran, que él saldría con cuatro bolsas de oro para ellos. Antes de dárselas les dijo:

— No lo pueden usar hasta tres días después, si lo llegan a ocupar antes de tiempo
sufrirán un castigo por desobedecer.

La maldición del rey de los duendes decía que ningún humano debía tomar su dinero o un castigo caería sobre ellos o algún ser querido. Después de tres días la maldición se iba y podían usar el oro a su antojo.

Pero la ambición de los mineros fue más grande, y gastaron el dinero antes de los días mencionados.

Días después Francisco estaba en su casa, se había comprado un caballo blanco, que apenas empezaba a domar. Su hijo de seis años lo vio, corrió hacía donde estaba su papá para montar el corcel blanco, pero cuando el niño se acercó el caballo lo pateo, fue a estrellarse contra una barda de la casa; al ver lo sucedido, Francisco corrió por su hijo, lo tomó entre sus brazos, pero el niño estaba inconsciente.

Mandaron a buscar al doctor pero cuando llegó, el niño había muerto.

Ese mismo día, Adrián fue a nadar con su novia, ambos se sumergieron en el agua, pero ella no salió, su pie se había quedado enredado en unas plantas. Cuando Adrián logró sacarla del agua ella estaba muerta.

A cada uno se le presentó el duende diciendo:
— ¡Se los advertí! Si usaban el oro antes de tiempo, sufrirían una maldición y
perderían a un ser querido.

Fuente: «Allá por mi pueblo cuentan…»

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