Lectura circulada

Vozquetinta

Compartir con otras personas las impresiones que a uno le dejó la lectura de cierto libro también leído por ellas amplifica el acto mismo de leer, lo socializa, lo trasciende. Y cuando a las impresiones, sobre todo si la obra es una novela o un lote de cuentos, agregamos nuestro comentario sobre su estructura, el manejo de la trama, el estilo, etc., cuánto mejor. Eso no es necesariamente tarea de doctos en materia literaria, sino que lo puede hacer un lector común (aunque no corriente, desde luego, porque le interesa ir más allá de lo superficial). Con tan noble fin justifican su existencia los círculos de lectura.

Empero, tengo reservas personales hacia los círculos de lectores enlazados de manera no presencial. Reacio como soy a leer libros en pantalla, con mayor razón evito las reuniones meramente amistosas (incluso las que me exigen en mi chamba) a través de una computadora. Me incomoda ver las imágenes semiborrosas o ralentizadas de los rostros y el fondo fijo, acartonado, que los enmarca. Paso trabajos para entender los audios de las voces, peor cuando se enciman porque a dos o tres participantes les dio por arrebatarse la palabra. Con dificultad intuyo, ya no digo percibo, sus verdaderos sentimientos y emociones. Y casi siempre termino insatisfecho del encuentro, lleno de dudas, sabiéndome muy lejos o, de plano, ajeno. Cuestión de caracteres, (de)formaciones profesionales, vejeces…

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Aunque por gustos propios no acostumbre inscribirme en ellos, simpatizo con los círculos bibliográficos cara a cara. Donde hasta el mínimo rumor o exclamación entre dientes es perceptible y contextualiza los mensajes. Donde los más sutiles cambios en la forma de mirar a los otros tienen un significado. Donde es factible, aguzando la vista y el oído, inferir el impacto que tal o cual opinión suscitó en las demás mentes. Donde se puede incluso oler los humores que flotan en la atmósfera de la reunión. En suma: ambientes que uno no puede esperar en el frío rectángulo blanquecino de una PC, porque sería como pedirle peras al olmo.

Un libro previamente leído y después opinado se convierte en una eficaz herramienta de vida. Sacude, motiva, alienta. Rebasa lo instantáneo. Deja la grata impresión de que quizá uno mismo pudo haberlo redactado. Extiende la aventura y el ánimo del viaje que provocó poner los ojos en él. Y estos valiosos aprioris suelen ser no sólo empáticos sino contagiosos cuando enfrente, libres de estorbos maquinales, tenemos a varios interlocutores.

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¿Romanticismo trasnochado? De acuerdo. ¿Entelequia de tiempos prehistóricos? No soy quién para desdecir a quien así piense. ¿Primacía en políticas de fomento a la lectura antes que a los programas computarizados? Ojalá. Con toda honestidad (y con toda quimera, sin duda), creo que ganaríamos todos. Comenzando por nuestro eterno, nuestro cuatacho del alma, el libro.

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Enrique Rivas Paniagua

Contlapache de la palabra, la música y la historia, a quienes rinde culto en libros y programas radiofónicos