El lado oscuro del eclipse

Vozquetinta

[El presente artículo lo escribí hace 33 años, o para ser exactos: dos meses antes del eclipse solar del 11 de julio de 1991, y lo envié por correo al coordinador de la sección de Cultura de ‘La Jornada’ (alguien me dijo que él sí le daría cabida en el periódico, pero no merecí ni un acuse de recibo suyo, quizá porque se trataba de una colaboración no pedida y yo era un triste don Nadie).

De haberse publicado, ‘La Jornada’ habría sido el primer medio en denunciar lo que después varios articulistas advirtieron: una manipulación de Televisa para que nadie observara el fenómeno en directo sino por televisión; o mejor: por SUS canales de televisión. Lo rescato ahora, no sin nostalgia y respetando hasta la última coma, para que en esta nueva ‘Jornada’, donde sí tengo cabida, pierda por fin su calidad de inédito]:

Con varios meses de antelación los mexicanos supimos que el 7 de marzo de 1970 nuestro país sería privilegiado por los hados del universo con un eclipse total de sol. Y para colmo de bienes, servido en bandeja de plata: no en día laborable, ni a deshoras, ni en temporada de lluvias, ni en lo más abrupto de la sierra; sino en sábado, a las 11:30, en tiempo de secas y sobre una franja de territorio oaxaqueño-veracruzano rico en accesos carreteros.

Conforme se acercaba la fecha crecía el interés popular. (No era para menos: el más reciente de estos fenómenos, observable desde suelo mexicano, estaba próximo a cumplir medio siglo de haber pasado a la historia; y el siguiente volvería a presentarse largos veintiún años después, el 11 de julio de 1991.)

Cuatro condiscípulos y yo, en la flor de nuestro veinteañerismo, integramos un equipo de trabajo para “jugar” a la investigación in situ. Nos empapamos de datos científicos, tanto en libros como de viva voz con astrónomos; pedimos prestado equipo fotográfico extra; nos colgamos mochilas; adquirimos cinco pasajes de autobús; y una semana antes ya instalábamos una tienda de campaña en las afueras de Miahuatlán, Oaxaca.

El espectáculo (no hay palabra más apropiada: espectáculo) rebasó toda expectativa, aun entre los expertos nacionales y extranjeros. Ninguna nube enturbió el cielo. Ni una brisa sopló para hacer mal tercio con su polvareda. Durante tres minutos y treintaiún segundos el mundo fue otro, pleno de efectos ópticos, bandas de luz, semioscuridad, atardeceres sobre el horizonte, estrellas en el firmamento, cantos de gallos, febriles recogimientos de las aves en sus nidos, alegría loca de los humanos, sobreactividad en los campamentos, lecturas de exposímetros, cálculos matemáticos a cien por hora, lágrimas a discreción y una gama de ¡ooohs! y ¡aaahs! como nunca he vuelto a oír.

Guardo de aquella inolvidable jornada un sobre con fotos, recuerdos y recortes periodísticos. Pero sobre todo, dos valiosísimos testimonios: mis lentes rústicos (obsequio masivo de las autoridades de Oaxaca), hechos con película velada y montada sobre un cartoncillo, a manera de antifaz del Llanero Solitario; y un folleto explicativo de 20 páginas, publicado en 1969 por el gobierno de México y la UNAM, con textos-modelo de claridad y sencillez escritos por los doctores Manuel Méndez Palma, Arcadio Poveda y el físico Manuel Álvarez.

Hace pocos días le pasé el plumero a este magnífico ejemplo de divulgación científica. Y se me abrió de golpe el abismo que lo separa de la (des)información que a últimas fechas nos agobia, amonestándonos con la excomunión o la ceguera si el próximo jueves 11 de julio no quitamos la vista de la caja televisiva por lo menos toda la mañana.

¿Significa entonces que el susodicho opúsculo de genios como Méndez Palma, Poveda y Álvarez, estaba equivocado al aconsejarnos que observáramos al aire libre el eclipse de 1970 mediante un filtro, el cual podía prepararse en casa “ahumando un vidrio, de tal manera que el humo depositado forme una capa completamente homogénea”; o mejor: a través de “un rollo de película fotográfica ordinaria, de formato grande, por ejemplo 120 ó 620”, el cual “se expone directamente a la luz diurna ambiente y se revela con los procedimientos ordinarios”? ¿Estaban errados también los innumerables carteles gubernamentales, los reportajes y desplegados periodísticos, porque sugerían lo mismo? ¿Cometió una pifia la administración pública al regalar lentes tan peligrosos para la salud de los confiados mirones del espectáculo?

Mis compañeros y yo no terminamos ciegos, ni tuertos, ni siquiera bizcos. Tampoco las decenas de turistas y lugareños a nuestro alrededor. En las clínicas de Miahuatlán y de la capital oaxaqueña no supimos de casos de ceguera durante las 24 horas siguientes. Al parecer, todos habíamos seguido religiosamente las instrucciones OFICIALES: mírese por intervalos la progresiva reducción del disco solar, sólo algunos segundos, y por medio del filtro.

En 1970 (¿frivolidad informativa?, ¿irresponsabilidad de los científicos?) la difusión previa del acontecimiento se dirigió a motivarnos a VER, en vivo, en directo, únicamente con las debidas precauciones, el eclipse. Ahora, en 1991 (¿manipulación comercial e ideológica?, ¿avances de la ciencia?), una grosera campaña de Televisa nos “invita” a NO-VER, salvo por la pantalla casera, el fenómeno.

En 1970 (¿ingenuidad adolescente?, ¿impulsividad juvenil?), escudado en la propaganda misma, tomé la sabia decisión de ir a Miahuatlán a vivir una alucinante rareza astronómica. Ahora, en 1991 (¿prudencia típica de la madurez?, ¿principio de senilidad?), cercado por algunos medios de comunicación y en especial por el consorcio televisivo privado,… siento temor hasta de alzar la vista ese día.

Acaso opte, para tranquilidad de mi conciencia, por encerrarme a piedra y lodo en mi casa, mantener encendido toda la mañana el televisor y “disfrutar” un eclipse que ni me va ni me viene si está ocurriendo en México o en la Conchinchina. [Nota actual: Por supuesto, aquel 1991 no me quedé en casa. Me fui con mi esposa y mis hijos pequeños a una solitaria llanura del estado de Tlaxcala, junto a una represa, y ahí gozamos un bello eclipse con los mismos lentes rústicos de Llanero Solitario que guardé de mi experiencia miahuateca. Tampoco ahora nadie terminó invidente].

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Enrique Rivas Paniagua

Contlapache de la palabra, la música y la historia, a quienes rinde culto en libros y programas radiofónicos