Derecho al recuerdo
Vozquetinta
Dos de mis hermanas mayores comienzan a padecer Alzheimer o algo parecido. Poco a poco van entrando a la etapa de olvidar qué hicieron apenas unas horas o un día antes, el parentesco (y aun los nombres) de hijos e hijas suyas, la identificación de quienes las asisten en su enfermedad o de las amistades que acuden a visitarlas. Algunos de sus razonamientos y diálogos ya resultan tan inconsistentes que obstaculizan o limitan cualquier charla con ellas. Lo notamos sus familiares, lo confirman los estudios médicos.
Recordar es un valor que estimo sobremanera. En una gala de virtudes, el ejercicio de la memoria lo equiparo al acto de respirar. Es como bombear el cerebro con aire fresco —o aire reciclado, si quiere vérsele así—, cuya química se compone de vivencias pretéritas, de ilusiones idas, de ayeres que anhelábamos sembrar como futuros hoy presentes. Recordar para seguir inyectándonos un motivo de alejar el adiós definitivo o llegar enriquecidos a él.
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Uno debería alcanzar la vejez (concepto ahora maquillado con voces eufemísticas tipo “tercera edad”, “adultez mayor”, “adultez en plenitud”, etc.) protegido por un constructo de remembranzas. Cuestión, incluso, de derechos. El derecho a recrear hojas sueltas, páginas o capítulos de vida, a guisa de calistenia, donde cada trama, aventura, personaje, búsqueda, revelación, encajen en el sitio preciso donde uno las dejó. El derecho a rearmar instantes, no sólo extraordinarios sino comunes y corrientes. El derecho a traer a la memoria un mundo de impresiones lejanas que exigen salir de los archivos de nuestra masa encefálica y nuestros cinco sentidos.
A edad avanzada, sería lo justo tener disponible como recuerdo todas las sensaciones que a uno lo formaron como ser humano. A propósito de experiencias propias, aunque varias me sean ya imposibles de resucitar, hablo de sabores (aquel glaseado de chocolate que cubría las mantecadas de la panadería San Isidro, en la capitalina colonia Doctores), olores (aquel aroma a bosque húmedo en mi prehistórica caminata desde Tres Marías hasta las lagunas de Zempoala, en Morelos), sonidos (aquel traca-traca del vetusto tranvía a la playa Miramar, en Tampico), texturas (aquella piel campesina de la primera mano indígena que estreché en el Mezquital), vistas (aquellas dos noches de estrellas al por mayor a mitad del desierto, una en Zacatecas, la otra en Chihuahua).
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Uno, en suma, habría de servirse del recuerdo como beca bien ganada de apoyo a las canas, las arrugas, la pérdida de dientes, el bordón. Exigir el derecho a recordar, ejerciéndolo tanto en sus raíces latinas (re-cordari, ‘regreso, vuelta al corazón’) como en su proyección poética, para no decir utópica (re-cuerdo, ‘regreso, vuelta a lo cuerdo’).
Creería entonces que soy el vivo “re-” de lo “cuerdo” que fui o supuse ser. Y adoptaría entonces las palabras de Carlos Montemayor en su novela Minas del retorno (1982): “Es como si el recuerdo no pudiera despedirse, porque Dios, o el universo, puso el recuerdo en el hombre para eso, para que no se despida”.