De las supuestas autorías
Vozquetinta
¿A qué tipo de compositores homenajeamos cada 15 de enero en su aniversario? ¿También a quienes se jacten de tales, aunque dudemos si equis o zeta pieza firmada por ellos sea realmente un trabajo original, producto absoluto de su inspiración?
Principio con canciones internacionales exitosas, digamos My Sweet Lord (1970) y Feelings (1974), cuyos juicios por plagio perdieron los respectivos demandados George Harrison y Morris Albert.
Sigo con temas nacionales célebres, tipo Me he de comer esa tuna (1944), de Manuel Esperón y Ernesto Cortázar, dos de cuyas coplas son casi idénticas a otras de Bonitas las tapatías, canción mexicana registrada por José de Jesús Martínez como arreglo suyo: “Guadalajara en un llano, / México en una laguna; / me he de comer esa tuna / y aunque me espine la mano”; y “L’águila siendo animal / se retrató en el dinero; / para subir al nopal / pidió permiso al tunero” (© 1916).
Y resalto un par de géneros de música tradicional de México: el son de mariachi y el son huasteco. Del primero, se me revuelve el estómago cuando en un fonograma, debajo de títulos como La negra, La madrugada, Las olas, El tren, El ausente o Los arrieros, leo entre paréntesis los nombres de Rubén Fuentes y Silvestre Vargas. A ambos les admiro su larga, calificada, fructífera —diría yo: ejemplar— trayectoria, tanto a Fuentes en el terreno compositivo-arreglístico, como a Vargas en el interpretativo. Sin embargo, me resisto a acreditarlos como padres de esos u otros sones antiquísimos del occidente del país.
Dentro del son huasteco pasa lo mismo. Sones de probada ancianidad, como El gusto, La leva, El cielito lindo, La malagueña, La petenera o El caimán, aparecen adjudicados a “El Viejo” Elpidio Ramírez; El huerfanito y La manta, a Nicandro Castillo; Las canastas, a Humberto Betancourt. El propio Nicandro lo reveló en su autobiografía: “Recuerdo que cuando grabamos los primeros sones huastecos en 1934 […], entre Elpidio y [mi hermano] Roque se repartieron los sones. […] A Roque le tocó La azucena, El zacamandú y parece que La rosa. ‘El Viejo’, como ya tenía registrados los [demás] sones, todos fueron para él.”
Por definición, cualquier son tradicional mexicano es una obra anónima, resultado de miles de aportaciones personales y grupales a lo largo de la historia. Cada nueva ejecución es una experiencia única, irrepetible, por cuanto varía en letras improvisadas y en adornos instrumentales que brotan espontáneos al calor del fandango. En lugar de cosificarse o estandarizarse, se renueva, se extiende, se pule, se enriquece, se trasforma cuando alguien lo toca otra vez. En ello estriban su valor y permanencia ¿Quién puede pararse el cuello como autor único de este patrimonio artístico tan diverso y ancestral? ¿Cómo justificar el cobro de regalías individuales por una música de honda raigambre colectiva?
Ni modo, mi admirado Chava Flores, volveré a citarte (¡quién te manda haber sido un buenazo para refrescárnosla… memoria!): “Yo no soy cantante, soy compositor de canciones: las compro descompuestas y luego las compongo para cantarlas; es decir, para berrearlas, porque Agustín Lara y yo no tenemos ni voz ni voto.”