Ay, los archivos municipales
Vozquetinta
Salvo dos o tres excepciones —y eso en plan complaciente—, los archivos históricos municipales en el estado de Hidalgo son un desastre. Refundidos en locales impropios, oscuros, polvorientos, inundables, sin ventilación, además de inaccesibles al común del público. Viles almacenes, para no decir cementerios, de amarillentos papeles amontonados o metidos al ahisevá en cajas, éstas apenas con una hoja aclaratoria pegada con diúrex al cartón para que uno medio se oriente o suponga qué parte del caos general guardan en sus entrañas. Ninguno cuenta con guías o listados de su fondo documental, ya no digamos en computadora pero ni siquiera manuscritos. Muchos carecen incluso de una silla donde sentarse o una mesa donde consultar los legajos y tomar notas.
No hablo de oídas. Tres grandes amigos archivófilos, junto con el arribafirmante, hemos padecido durante nuestras pesquisas por la geografía hidalguense la incuria en que los ayuntamientos, de todas las banderas políticas, tienen a tales repositorios. La buena atención y asesoría que nos ha dispensado la mayoría de personas archivistas ahí castigadas (así se consideran varias de ellas: castigadas), más las satisfacciones que hemos alcanzado tras el hallazgo feliz y casi siempre fortuito de un documento, apenas aminoran la irritación, incomodidad e impotencia de sentirnos en una —por decir lo menos— covacha.
El ejemplo extremo de cuantos hemos vivido juntos es el del municipio de Agua Blanca, a mediados de abril de 2019. Su archivo no estaba en el edificio central de la presidencia, tampoco en un cuartucho más o menos céntrico, sino en las afueras de la población, arrinconado y apilado dentro de una bodega. Bodega, sí, frente a un solar bardeado al que se ingresaba por una reja metálica cuyas llaves, en ese entonces, estaban perdidas, pero que las autoridades nos permitieron saltar para luego abrirnos por fin el inmueble, cerrado desde hacía varios meses. Adentro, ¡oh, funesto espectáculo!, había un deshuesadero de patrullas, estatuas, mamparas, máquinas de escribir, pupitres, bancas placeras y… ataúdes (vacíos, nos imaginamos). Uno de nosotros se trepó para bajar algunas cajas viejas que prometían datos históricos (lástima: hallamos pocos), volvimos a colocarlas como estaban, dimos las gracias y salimos de ahí con la carne de gallina y visibles muecas de depresión.
¿Casos así merece el patrimonio documental del pueblo hidalguense; los testimonios escritos, impresos, gráficos, sonoros, de su preteridad; los porqués, los paraqués, los cómos, los cuándos que lo identifican y contrastan? Por donde quiera vérsele, nada justifica tal abandono, su miseria presupuestal, el confinamiento del mínimo y, aunque deseoso de ser útil, impreparado personal a su cargo. O peor aún, el concepto ninguneador que impera en las administraciones lugareñas. “Los archivos son un estorbo, un fardo, una rémora inútil, confusa y aburrida, que nada más sirve de pasto a unos cuantos deschavetados o nostálgicos fanáticos del ayer”, arguyen con desparpajo.
Repito: un auténtico panteón. Para muestra, los féretros que hasta pesadillas nos trajeron aquella no muy lejana noche de un día difícil.