Apología de Fernando “El toro” Valenzuela

CIRCO SÓNICO

Hay imágenes que se suspenden en el tiempo. Y una que no debemos olvidar jamás es la de un pitcher mexicano que tenía una cabellera desparpajada que se salía de la gorra por todos lados. Alto y corpulento (casi regordete). Piel morena y duras facciones. Se colocaba en el montículo y miraba al cielo. Ponía los ojos en blanco y provocaba un trance hipnótico que iba más allá del estadio e inundaba todos los hogares de los televidentes.

Hacía el movimiento preparatorio y todo parecía congelarse… el bateador absorto y sin saber que es lo que le vendría encima. Entonces, Fernando “El toro” Valenzuela lanzaba su lanzamiento favorito… uno sacado de la historia -casi en extinción-; de su brazo zurdo salía el legendario screwball o como le llamamos por acá: el tirabuzón.

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Uno quisiera que la “Fernandomanía” fuera eterna y que se recordara siempre como en la década de los ochenta paralizaba al país entero para verlo lanzar y asumir partidos completos (lo que a la postre mermó su portentoso brazo). Mike Scioscia -su cátcher de mucho tiempo- le pedía lanzamientos variados y juntos luchaban por conquistar las nueve entradas -algo que hoy ya casi no se da-.

Cierto, muchos concentran su admiración en las dos series mundiales que ganó con los Dodgers de Los Ángeles (1981 y 88), pero no es un detalle menor el haber obtenido el Premio Cy Young y el de novato del año, dado que ello enaltece su labor como pitcher y ese rol que le daban como “Caballo de batalla” y que casi hacía pensar que en sus tiempos no había relevistas.

Fernando Valenzuela fue un fajador del montículo… asumía que tenía que extender su labor todo lo que fuera necesario y, por si fuera poco, no era un mal bateador -solía ayudar a su propia causa con el tolete-. Habremos de mencionar esos duelazos que sostenía con Dwight Gooden, pitcher de los Mets de Nueva York, que lograron que el baseball fuera prime time en aquellos años en los que narraban los fabulosos “Sony” Alarcón y “El mago” Septién -auténticas enciclopedias y malabaristas del lenguaje-.

Todo esto es una justa apología del “Toro” Valenzuela a propósito de que la noche del viernes los Dodgers retiraron su número 34 y oficializaron así lo que ya era un lugar de privilegio en la historia del equipo y del beisbol universal.

Hoy se dice que Julio Urías, otro pitcher mexicano de los Dodgers, podría acabar su carrera con mejores números y logros (ya le escatimaron un Cy Young la temporada pasada) y tal vez así ocurra, pero jamás se podrá comparar con la “Fernandomanía”, que se coló a cada pueblo y ciudad del México de los ochenta. Sencillamente, sus alcances fueron tremendos y Valenzuela era tema primordial en la agenda y la conversación nacional -no hay lugar a la comparación-.

El sonorense venía de la provincia profunda, apenas hablaba lo necesario de inglés en sus inicios y su look era muy rústico -por decir lo menos-, pero sus capacidades como lanzador eran inmensas, por lo que no basó su leyenda en la velocidad de su recta, sino en el conocimiento de pitcheos sinuosos y evasivos a los que acudió en las 17 temporadas que militó en las Mayores.

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El viernes, los actuales Dodgers ganaron a los Rockies y en la ceremonia que colocó el número 34 en el Anillo de Honor estuvieron la máxima leyenda viva del equipo, Sandy Koufax, otro pinche de enorme abolengo y contemporáneo de “El toro”, Orel Hershisher, y el propio Julio Urías -pasado y presente blanquiazul-.

En aquella noche se remoraron las hazañas de un pitcher que en 1990 tiró un juego sin hit ni carrera ante los Cardenales en esa misma loma del barrio de Chávez Ravine. No importa que le hayan escatimado la entrada a El salón de la fama de las Grandes Ligas, la leyenda de Fernando “El toro” Valenzuela es más grande con cada día que pasa.

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