Viraliza, después viriguas
Vozquetinta
Apenas en 2018 la Real Academia de la Lengua dio entrada en el tumbaburros académico al verbo ‘viralizar’ e incluyó una nueva acepción del adjetivo ‘viral’. No sé si la definición del primero la hizo sin convicción o quizá a regañadientes, porque, además de tecnicista, suena tautológica: «Adquirir carácter de conocimiento masivo un proceso informático de difusión de información». Menos rebuscada es la definición del segundo: «Dicho de un mensaje o de un contenido, que se difunde con gran rapidez en las redes sociales a través de internet».
(¡Qué dolor de cabeza han sido siempre los neologismos para la madre superiora del lenguaje! Bueno, démonos de santos que admitió en su claustro al verbo de marras, tal como lo utiliza hoy todo el mundo hispanohablante, y no cayó en la tentación de recoger otros expósitos absurdos, tipo ‘pandemizar’ o ‘epidemizar’. Y conste: la RAE ya incorporó a sus propias definiciones vocablos a los que hace quince o veinte años les habría hecho el fuchi por anglicistas, tipo internet. ¡Alabada sea nuestra santa fabla castiza!)
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Si viralizar es divulgar y compartir en redes sociales un mensaje o un contenido para que, por efecto billar, golpee al mayor número posible de bolas internéticas, tal acto debería sustentarse en un principio ético de responsabilidad y respeto. Pero rara vez sucede así. Entre otras tentaciones, goza de un eficaz salvoconducto: el anonimato, el seudónimo, el nombre vago, hueco, anodino, fantasmal, a guisa de fuero o escudo protector. El ser humano que por mera costumbre agrede, insulta, condena, hunde a otro en una pantalla, no proporciona pistas sobre su verdadera identidad (excepto su enfermiza aversión por la sintaxis, la puntuación y la ortografía, pero eso se ha vuelto vicio común en México). De ahí a la impunidad, un paso.
Quienquiera puede postear en su cuenta de tuit o su página de facebook una falacia o una mera suposición y presentarla como denuncia de cierto hecho, con la certidumbre de que se esparcirá cual reguero de pólvora. Ni quien emite la nota suele ofrecer pruebas fidedignas de lo sucedido, ni quienes la retrasmiten las exigen o comprueban su exactitud. No ha lugar el beneficio de la duda. Basta con que se viralice un chisme cualquiera, un rumor, un gazapo, incluso una ingenua fotografía sacada de contexto, para que socialmente deje de ser conjetura y se convierta en hecho real, en verdad absoluta e inobjetable. Ni cómo, entonces, siquiera contrarrestarla o defenderse de su juicio sumario.
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Sustentar lo dicho y cuestionar lo esparcido no son verbos que acostumbren conjugar las redes. Menos los de averiguar, cotejar, matizar, reconsiderar y, si es necesario, desmentir. O de nada sirven en los pocos casos donde se aplican. Ningún argumento, ni el planteado de más lógica y educada manera, parece tener la virtud de poner las cosas en su debido sitio. La cerrazón persiste; el patíbulo obnubila la mente; el daño moral queda como Pedro por su casa.
‘Viral’ deriva de virus. Esta voz latina —antaño aplicada nada más en las ciencias médicas, ahora extendida también a las informáticas— significa nada menos que ‘veneno, ponzoña’. Viralizar, por tanto, ajustándonos a sus raíces etimológicas, equivale literalmente a envenenar, emponzoñar. Bueno fuera que nunca olvidáramos tales minucias idiomáticas, sobre todo antes de teclear o reenviar probables borregos desde nuestro cel.