Tribulaciones de un columnista
Vozquetinta
Cuando uno se sienta frente a la computadora a escribir su columna periodística, suele dar por entendido que quien nos lee navega con conocimiento de causa en redes sociales y en, al menos, un diario impreso. Que el público lector es un experto conocedor de los temas que se debaten, un sesudo analista de contenidos en los medios, un sabiondo en lectura entre líneas. Que está bastante informado acerca de los hechos noticiosos, de lo que declaró tal personaje, del revuelo que provocaron sus palabras, de lo que opinó este o aquel comentarista, de lo que sucederá si las cosas siguen marchando igual.
Puede, sin embargo, que estemos idealizándolo, o que semejante estuche de monerías, si de veras existe, ni siquiera ponga su vista en nosotros como opinadores. ¿No sería mejor pensar más en la gente de a pie, en el hijo del vecino, en la persona casualmente lectora? ¡Ay, ojalá hubiéramos partido de esta humilde premisa y no de la otra, tan utópica, para no decir tan vanidosa o egoísta! Nos ahorraría la frustración de creernos seres inalcanzables.
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También corremos un riesgo al escribir sobre equis acontecimiento que suponemos bien conocido y entendido por todo mundo. Tal vez hoy sí sea del dominio público, pero con toda probabilidad dejará de serlo mañana o pasado. No tendrá sentido meses o años después, no se explicará por sí mismo, nadie tendrá fresco en la memoria el contexto momentáneo en que se dio. Tan fugaz, que acaso ni trascienda como dato histórico.
Es como si alguien menor de cincuenta años quisiera leer hoy una columna publicada hace medio siglo, entonces fácil de entender porque trataba algo fresco, obvio para aquel instante, pero que en la actualidad lo deja en babia. Valió únicamente como crónica oportuna, aunque efímera, de un día o de una cotidianidad política, social, económica, inclusive costumbrista o de hábitos de vida personal, ya totalmente ajena a nuestros tiempos. La fugacidad como pecado original de la comunicación periodística.
Pongo un ejemplo personal. En la primera mitad de los años setenta yo era un chavo universitario cuando el presidente de la república repetía hasta el hartazgo (y por supuesto, su dicho lo glosaban las páginas editoriales y columnas de opinión) aquella patochada de “emisarios del pasado”. ¿A quiénes dirigía tal invectiva el presidente? Quizá un miembro del club de la tercera edad (traducción: un vetarro como su servilleta), si es que comprendió cómo se manejaba entonces el mundillo político, podría responderles a los chavos que ahora se lo preguntaran.
¿Pasará lo mismo en el futuro con otros conceptos de uso y abuso reciente, reflejados en la prensa? ¿Les dirán algo a nuestros nietos? ¿Les ayudarán a contextualizarnos como los mexicanos en sociedad que fuimos sus abuelos en 2024?… Lo dudo. Y yo ya no estaré para aclararles con qué se comía aquello de, por ejemplo, las mentadas “mañaneras”.
Ustedes perdonarán que con frecuencia recurra a Chava Flores para sustentar mis artículos, pero el señor era un genio en materia de ocurrencias verbales. Y como muestra va el siguiente botón, a propósito del choro que por fin terminé de soltar: “Ya ven, ¿Quién les manda haber nacido tarde? Tiene uno que explicárselos todo.”