Quizá nadie que no sea chilango y a la vez adulto mayor (bastante mayor, diría yo) entenderá qué quise significar con este chorizo de nombres de colonias capitalinas. Lo puse a propósito así, entre guiones, no separado por comas, para que quien lo lea recuerde también, de paso, los nombres de aquellas rutas de camiones de los años cincuenta y sesenta: los Peralvillo-Cozumel, los Circunvalación-Chapultepec, los Colonia del Valle-Coyoacán, los Insurgentes-San Ángel Inn, los Observatorio-Madereros, los Tacuba-Azcapotzalco… Otro México, pues, ausente todavía de la primera línea del Metro.
Puedes leer: La vida en un bolero
Viví, vagué, divagué en la Roma, la Hipódromo, la Condesa, colonias clasemedieras de la Capirucha. Calmé mi vicio por el pan de dulce en La Espiga. Fui a los cines Gloria, Lido, Ritz, Las Américas. Compré cuadernos Polito en la papelería Pinocho. Leí de a gratis, durante largas horas vespertinas, en las librerías Zaplana y de Cristal. Caminé por calles que (con excepción de la avenida Ámsterdam) ostentan nombres de entidades y poblaciones del país, lo cual reforzaba mi vocación viajera: Puebla, Orizaba, Mazatlán, Campeche, Morelia, Culiacán, Yucatán, Coahuila, Saltillo, Córdoba, Jalapa, Tepic, Mérida, Tonalá, Monterrey, Guanajuato, Chihuahua, Michoacán, Chiapas, Bajío, Zacatecas, Manzanillo, Chilpancingo, Durango, Colima, Nuevo León, Quintana Roo, Baja California, San Luis Potosí…
Casi toda mi niñez y adolescencia las pasé en ese mundo callejero, lleno de casonas y edificios de los años veinte. Tuve como vistas cotidianas sus marquesinas ondulantes, sus puertas multilineales, sus fachadas con grecas, volutas y bajorrelieves de cactos, sus ventanas de herrería en zigzag, sus ostentosas escalinatas, sus vestíbulos, sus celosías al ras de la banqueta para que se ventilen los sótanos. Paseé o anduve en bicicleta en los parques México y España, con su paisaje de pérgolas, anfiteatros, faroles, fuentes, estanques, puentecitos, bancas techadas y letreros que mandó poner la autoridad, o sea el H. Ayuntamiento de 1927 (aún recuerdo aquel de “Eduque Vd. a sus hijos en el amor a la naturaleza, enseñándoles la conservación de este parque”).
¿Cómo podría negar que por eso el art-decó ocupa desde entonces un sitial preferente en mi escala de valores arquitectónicos? ¿De qué otra manera podría contextualizar el haber vuelto, cada que me fue posible, a ese añorado trío de colonias después de que mi familia y yo tuvimos que emigrar a los desangelados (por tanto: nada seductores) rumbos de Tacubaya? ¿Habrá otra razón de mayor fondo que la pura nostalgia cuando suspiro cada vez que alguien escribe acerca de dichos lugares (uno de ellos, y lo hace con harta frecuencia, es Rafael Pérez Gay en su columna periodística de los viernes)?
Hace mucho que no callejeo por la Roma-Hipódromo-Condesa. Quizá evito hacerlo por temor al choque cultural que me provocaría verla convertida en búnker intelectualoide o muñequita de biscuit. Quizá para no descubrir que la piqueta convirtió en estacionamientos a varias de sus edificaciones icónicas. Quizá, en fin, por mero sentimentalismo. Mi corazón ya no está para soportar que le cante las golondrinas a territorios entrañables con los que aún me identifico. Prefiero, como hasta hoy, seguir extrayéndolos de la memoria.