Quieto, míster Trump, que va a salir el pajarito

Vozquetinta

Miró con detenimiento hacia la cámara. Agachó retadoramente la cabeza. Frunció más el ceño que traía desde que ingresó al penal. Ocultó la frente tras su güerejo, tal vez oxigenado, copete. Concentró todo el odio posible en sus vidriados ojos. Arqueó los labios en una mueca de soberbia, de rencor, de coraje. Echó para adelante el vengativo mentón. Escuchó el click o le avisaron que era todo, que ya se largara. Apoquinó una —para sus millonarias pulgas— bicoca de fianza. Salió en libertad, abordó su trumpjet y se fue, como la fresca mañana, a rumiar pestes contra los justicieros que lo victimizan.

A la foto nada más le hizo falta consignar abajo unos numeritos, la fecha y la cárcel del estado de Georgia donde se la tomaron. De ahí en fuera, es gemela a las que tan propenso se volvió hace pocos años, cuando hizo de la Casa Blanca el búnker de sus bravuconadas de cantina. Siempre corajudo, siempre pendenciero, siempre al margen de la ley. Ah, pero eso sí, muy trajeadito, con camisa inmaculada de tan blanca y corbata rojiza, ad hoc para capotear a cualquier torete contrario a sus propósitos. Es la misma rijosa egomanía que lo retrata como presidiario; la misma desfachatez con que luego, presuntuoso, subió a las redes dicho retrato. Que ni mandado a hacer.

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La imagen merece estar en una galería de lo absurdo. Se trata del expresidente de la nación —ni modo, usaré una frase sobada:— más poderosa del planeta. Para colmo, con la posibilidad de que el señor vuelva a despacharse con la cuchara grande desde la Oficina Oval en el corazón político de Washington, no lejos de su asaltado Capitolio. Si este hecho hubiera ocurrido durante la década de los sesenta del siglo XX, quizá hasta el tal Ripley habría osado inscribirlo en aquella famosa colaboración periodística suya: Believe it or not, traducida al buen cristiano como “Aunque usted no lo crea”. Cosas veredes, Sancho.

No por eso la foto deja de ser un documento judicial, una ficha, por donde se le vea, tan policiaca como cualquiera captada dentro de un reclusorio. Pero la actitud del poderoso fotografiado la hace distinta de las demás. No es aséptica, mucho menos de inocencia. Refleja un carácter que ameritaría, acaso, el diván del siquiatra. Donde otros fichados muestran un abatimiento mayúsculo o incluso un intento de dignidad, Donald Trump puso cara de maldito. Su agresivo rictus es de antología, tanto como las sombras que proyecta su agachado rostro.

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¿Quién puede sentir compasión por un personaje autoevidenciado en un icono de esta naturaleza? Ojalá nunca llegue el día en que lo veamos impreso en los billetes verdes de nuestros vecinitos de allende el Bravo, junto a la leyenda In God We Trust… Bueno, si es que para entonces no la cambiaron a In Trump We Trust.

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Enrique Rivas Paniagua

Contlapache de la palabra, la música y la historia, a quienes rinde culto en libros y programas radiofónicos