Los hechos recientes en Hidalgo y en el país dejaron claro algo que pocos quieren admitir: no vivimos una crisis política, sino una crisis de políticos. De la calidad con la que ejercen el poder, de su oficio, de su ética. Hay muy pocos que saben lo que hacen y lo hacen con sentido público. Los demás creen que por ocupar un cargo ya son políticos. Pero el tiempo, y sobre todo sus actos, los desnudan.
En Hidalgo, el Arco Norte estuvo cerrado más de sesenta horas la semana pasada. Sesenta. Ni los transportistas ni las autoridades sabían realmente cómo resolverlo. Lo mismo pasó en el Bajío. Causas legítimas, sí: desapariciones, inseguridad, abandono. Pero también una muestra de lo que somos: un país incapaz de negociar antes de tirar la mesa. Aquí los problemas no se resuelven, se bloquean. Y entre la indignación y la indiferencia, todos pierden.
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Los asesinatos de alcaldes muestran la debilidad estructural de los municipios en materia de seguridad e inteligencia. Gobiernos locales sin herramientas, sin cuerpos policiales confiables y sin coordinación real con el Estado o la Federación. Pero también exhiben algo más grave: la falta de voluntad política. De un lado, para corregir los errores y profesionalizar las instituciones; del otro, para construir acuerdos que frenen la violencia. Mientras tanto, las muertes políticas sirven para encender debates vacíos y alimentar los discursos partidistas, no para generar soluciones.
La oposición, por su parte, tampoco entiende qué significa oponerse. Critican por rutina, proponen por compromiso. Buscan reflector, no soluciones. Y del otro lado, el poder responde con frases recicladas y enemigos inventados. Así se construye la ilusión de debate: ruido sin rumbo.
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La política mexicana se llenó de personajes sin oficio que confunden gobernar con administrar sus redes sociales. Los que deberían construir acuerdos se dedican a alimentar su ego. Los que deberían legislar se limitan a posar. Y mientras tanto, los problemas reales —los que matan, los que bloquean carreteras, los que vacían municipios— siguen ahí, esperando a que alguien haga su trabajo.
No es una crisis del sistema: es una crisis de personas. De los que lo ocupan y de los que lo toleran. Y el remedio no es cambiar de siglas, sino de mentalidad. Hacer política debería ser un oficio, no una recompensa.
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