México en una enciclopedia

Vozquetinta

“Insólito de verdad es, en nuestro medio editorial, el segundo aire de la Enciclopedia de México. Insólito porque rara vez en la historia del libro mexicano podrá verse en el colofón: «Se imprimieron 50 mil ejemplares». Insólito porque, a pesar del discreto lujo en su presentación, el elevado tiraje favoreció un accesible precio de venta que contrasta con la inflación de mucha basura literaria en boga.”

El entrecomillado anterior corresponde al arranque de mi artículo “Doce tomos y un tema: anatomía de una enciclopedia”, publicado en el periódico El Día el 29 de julio de 1977. Resalté entonces la proeza de José Rogelio Álvarez como director de una empresa que, según cifras que él mismo dio a conocer después, fue capaz en siete años de reunir un vasto corpus informativo (14,850 cuartillas útiles, de 25 mil recibidas), escrito por especialistas en sus respectivas materias (158 de la capital, 61 de otras entidades), agruparlo en fichas (9,080 encabezados), ilustrarlo (9,834 imágenes), formatearlo (14,422 columnas en 7,211 páginas), imprimirlo (gran total: 564 mil ejemplares) y, a lo largo de cuatro meses, ponerlo a la venta en una concurrida cadena de almacenes (28 tiendas Comercial Mexicana repartidas por todo el país). Novedosa estrategia mercantil para esa época: resultaba más sencillo comprar cada viernes el siguiente tomo, recién salido de prensas, que pagar por los doce de un tirón.

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Con lo de “segundo aire” aludí a que, tanto la idea original (1962) como la edición de sus tres primeros volúmenes (1966-1968), fueron iniciativa del notable mexicanista Gutierre Tibón. No pudo, sin embargo, continuar la empresa y don Gutierre terminó vendiéndola en 1969. Álvarez, su nuevo dueño, optó por aplicar el mismo criterio que impera ahora en la política: el borrón-y-cuenta-nueva, rehaciendo de cabo a rabo el contenido y eliminando no pocas entradas valiosas de la versión previa. Lástima, porque se perdieron muchísimos datos recopilados por Tibón, aunque la excusa haya sido que eran demasiado arcaizantes.

La nueva Enciclopedia de México (1977) se unió al reducido olimpo de obras globales acerca de nuestro país que aún conservan el calificativo de clásicas: México a través de los siglos, de corte nada más histórico, comandada por Alfredo Chavero (1884); el Diccionario de geografía, historia y biografía mexicanas, al frente del cual estuvieron Alberto Leduc y Luis Lara y Pardo (1910); el Diccionario Porrúa de historia, biografía y geografía de México, dirigido en su primera etapa por Ángel María Garibay Kintana (1964); y aunque posterior, el Diccionario de México, de Juan Palomar de Miguel (1991). Me declaro no sólo consultante regular sino aplaudidor de las cinco.

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Qué triste que hoy casi ningún público las conozca, ni se citen en trabajos académicos. ¿Para qué, si su función básica la desplazaron las nubes, plataformas y páginas internéticas, más fáciles de armar, más cómodas de consultar y copiar sin dolor de conciencia, evitándonos la fastidiosa tarea de cotejar o contrastar con otras fuentes? O de plano, ¿no hay de otra que escanear la Enciclopedia de México y sus congéneres para subirlas a un ninguneado blog?

Tiempos de sabiduría enciclopedista, heredados de los siglos XVIII y XIX. Tiempos que plantaban un pie en el humanismo y otro en la ciencia. Tiempos convertidos ya, por obra y (des)gracia del pragmatismo filosófico, en naftalínicas piezas bibliográficas de museo, de esas que ni un meme de remembranza provocan.

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Enrique Rivas Paniagua

Contlapache de la palabra, la música y la historia, a quienes rinde culto en libros y programas radiofónicos
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