Vozquetinta
Para los gringos, el río se denomina Grande; para los mexicanos, Bravo. “Allende el Bravo”, decimos por acá, no “allende el Grande”. Dos nombres (en realidad, dos conceptos: grandeza versus bravura) para un mismo accidente geográfico. También, lo que nosotros conocemos como Baja California, ellos la designan Baja, a secas, sin californidad alguna. ¿Cuestión de semántica? Más bien de ideología, porque lo Grande, presumen, se halla dentro de sus mapas, y la Baja (o por extensión: todo lo bajo) se localiza, al menos hasta ahora, “south of the border / down Mexico’s way”.
De ideología geopolítica, desde luego. Si alguien quiere adueñarse tarde o temprano de algo, una de sus primeras acciones eficaces ha de ser nombrarlo de otro modo e imponer como natural, lógico, y sobre todo justo, el nuevo término. (Por eso nuestra mexicanísima flor de nochebuena recibe en otros rumbos del planeta el horrible nombrecito de poinsettia, honor inmerecido para quien, literalmente, se robó unas semillas de dicha planta y las sembró en su finca estadunidense: Joel Roberts Poinsett, aquel mercenario que fungió como primer embajador yanqui en el México recién independizado, cuya misión secreta era convencernos de venderle territorios a su nación o atenerse a las consecuencias que, como bien sabemos, aflorarían pocos años después.)
Al próximo presidente de Estados Unidos no le bastó ahora con reiterar lo de anexarse Groenlandia y de paso Canadá, además de quitarle a Panamá el dominio territorial del canal interoceánico, sino que nos amenazó con rebautizar el estratégico pedazo de mar Atlántico que ambos países compartimos, so pretexto, según él, de que “hacemos la mayor parte del trabajo y es nuestro” … ¿De ustedes, kimosabi? ¿Y de qué trabajo hablas para victimizarte calificándolo de mayoría tuya? Moraleja: cámbiale el nombre, aprópiatelo después.
¿Bravuconada de cantina, típica de un picapleitos, como ilusamente creen algunos? Ojalá, pero lo dudo. En todo caso, se parece a la excusa esgrimida por el presidente James K. Polk a mediados del siglo XIX para invadirnos y adueñarse del septentrión mexicano, aquella de que nosotros fuimos los invasores porque seguíamos ocupando “su” espacio geográfico entre los ríos Bravo y Nueces, cuando este último (no el mentado río Grande) era la verdadera frontera convenida entonces entre México y Texas. Lecciones que nos deja la lectura de Nuestra Madre Historia, digo yo.
Deseo, como tengo instruida a mi familia, que mis cenizas las bañe una cálida playa del Golfo de México, no una del Gringolfo de América. Si así nos obligan a renombrarlo de aquí en adelante, soy capaz, después de muerto, de alborotar sus aguas hasta hacerles nacer un huracán categoría 5 que azote sin piedad el búnker floridano donde gusta de encerrarse Donald Trump. Nada más ahí. Y que sea precisamente cuando el señor esté adentro.
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