Imaginemos que la vida es un océano que donde la modernidad en estado sólido se compone de las instituciones (la familia tradicional, el empleo vitalicio, la nación) como grandes rocas firmes en el lecho, éstas van dando forma y dirección al agua que corre. Sin embargo, esas rocas se han erosionado, dejando un cauce fluido, impredecible, donde el agua (nuestra existencia) fluye sin destino fijo, adaptándose a cualquier recipiente, nunca igual a sí misma.
En esta metáfora somos una gota en ese flujo, sin una forma permanente. La identidad, las relaciones, el trabajo, son como el agua que cambia de recipiente (plástico, vidrio, metal) y de forma según el momento y el contenedor.
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Las redes sociales, las aplicaciones, los productos de moda, son los nuevos contenedores temporales. Te vistes de una forma, te relacionas de otra en línea, cambias de opinión con un “swipe”, todo es desechable, reemplazable, intercambiable, como un vaso de plástico que usas y tiras. La única certeza es el movimiento.
Lo que era sólido ayer: una carrera, un amor, un proyecto de vida, hoy se licúa. No hay tiempo para arraigarse; el miedo a “quedarse atrás” nos impulsa a seguir la corriente, a buscar la novedad constante, a ser flexibles hasta la disolución de nosotros mismos.
En esta época, el océano se ha acelerado y se ha vuelto digital, virtual. Los smartphones son prismas que refractan y multiplican los flujos. Las relaciones son “conexiones” que se pueden “desconectar” con un clic, creando “amores líquidos” y amistades efímeras. El trabajo es freelance, el hogar es temporal, y la identidad es un perfil en constante edición.
Todo lo que he expuesto hasta ahora es el apócope del pensamiento contemporáneo influenciado por Bauman, se centra en esta precariedad: la ansiedad por el futuro incierto, la búsqueda de autenticidad en un mundo simulado, la nostalgia por lo sólido que nunca fue; la tensión entre la libertad individual, ser quien quieras ser, y la esclavitud de la elección, del no poder elegir nada permanentemente. Vivimos en un mundo donde la “forma” es pasajera, y nuestra tarea es navegar sin ahogarnos en la corriente, a menudo sin saber a dónde nos lleva.
Estamos en la mayor época del desarrollo de la información en la historia de la humanidad y en la más pobre del desarrollo del pensamiento humano. Nada de lo que ocurre pareciera tocarnos en realidad, estamos en un océano inmenso de cosas por comunicar con la profundidad de un charco que se evaporará al día siguiente.
¿Qué tendría que pasar para cambiar nuestra realidad? ¿Cuáles tendrán que ser los asideros para no perdernos en la inmensidad de este océano? ¿Hasta cuándo podremos seguir navegando en la incertidumbre del instante?
Empero, no estoy en contra de la fuerza, potencia e importancia de la brevedad o el instante, como si puedo estar de lo desechable e intrascendente. Tomo como ejemplo este Haiku de Matsuo Basho, que demuestra que la brevedad y el silencio son más poderosos, y que nos recuerda, también, que en una época líquida y fragmentaria, hay demasiados motivos para sentir y comprometerse: “Vayamos juntos/ a contemplar la nieve/ hasta agotarnos”.
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