La crueldad de las palabras
El Surtidor
Solemos no temer al poder de las palabras. No estamos conscientes del peso que pueden tener sobre la tinta de la Historia. Creemos, burdamente, en su volatilidad. En la fugacidad de su presencia en las redes y en la fragilidad de la memoria. Sin embargo, son las palabras quienes regresan, cada cierto tiempo, a recordarnos cuál es la verdad de nuestra realidad. Las palabras son tan crueles, que perdura más en la memoria un insulto que un golpe.
Por ejemplo, 28 años han pasado desde que el 10 de enero de 1994, la plaza principal de Huejutla de Reyes, Hidalgo, escuchó la voz vibrante de un político que decía: “…la nuestra ha de ser una batalla a favor de las libertades, del bienestar de nuestros indígenas, del bienestar de nuestros campesinos, de todos los marginados del campo y de la ciudad. La pobreza no puede ser destino. Es la causa moral que nos llama a la unidad para superarla, es la que exige el diálogo, la que reclama la aportación de lo mejor de nosotros mismos. La pobreza no puede ser pretexto para dividirlos. Hacerlo es atentar contra el presente de nuestras comunidades y de nuestras familias. Pero sobre todo, hacerlo es atentar contra el futuro que es de nuestros hijos…”
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Casi tres décadas después, la realidad de esta región del Estado de Hidalgo prevalece. Los hijos de esa generación de huastecos que escuchó aquel discurso, ahora también tienen hijos, y lamentablemente, viven igual, y en algunos casos, peor que antes. Tres décadas y un sistema democrático en ciernes después, los hombres y mujeres que iniciaban su camino en la búsqueda del poder ahí, junto al político que asesinaron unos meses más adelante, hoy no pueden entregar buenas cuentas. Mujeres y hombres, herederos de caciques y terratenientes, hoy siguen igual que hace años.
Se enorgullecen de hacer reuniones en esa tierra tan rica, presumen su abolengo huasteco, pero, ¿con qué cara pueden ir a decir a esa región: “Yo veo un México de comunidades indígenas, que no pueden esperar más a las exigencias de justicia, de dignidad y de progreso; de comunidades indígenas que tienen la gran fortaleza de su cohesión, de su cultura y de que están dispuestas a creer, a participar, a construir nuevos horizontes”, si estando durante tres décadas en las principales esferas del gobierno, los únicos que han cambiado su realidad son ellos?
En qué pensarán ahora que, a la vera del tiempo, desde la comodidad de sus privilegios enarbolan el estandarte del político que su propio partido silenció. ¿De verdad creen que diciendo: “Yo veo un México con hambre y con sed de justicia. Un México de gente agraviada, de gente agraviada por las distorsiones que imponen a la ley quienes deberían de servirla. De mujeres y hombres afligidos por abuso de las autoridades o por la arrogancia de las oficinas gubernamentales”, alguien va a creerles?
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Es de menos lamentable que la realidad que generó la narrativa del discurso de la reforma social del nacido en Magdalena de Kino siga vigente; que sus palabras de cambio nunca fueran acciones, que sus herederos ideológicos no pudieran gobernar para cambiar la pobreza y marginación de quienes escucharon un mensaje que los impulsaba a cambiar.
Sobre cualquier mensaje que ahora quisieran imponer, la verdad es innegable, vivimos en una entidad que durante casi 100 años ha estado bajo el control de un mismo grupo hegemónico de poder, donde los privilegios siguen siendo de unos cuantos y el dolor de sobrevivir es de millones. Ante ello, otra vez, sólo nos queda la crueldad de las palabras.
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