“It’s only rock’n’roll, but I (don´t) like it”

Vozquetinta

Me decepciona ver por yutub videos de rockeros de eras paleolíticas en conciertos actuales. Constato que aquellos feroces tiranosaurios de antaño, atractivos entonces por su energía y novedosa sonoridad, ahora son unas bestezuelas de piel chupada, garganta rasposa y torpes movimientos, acartonados en las más ex-exitosas de sus viejas rolas. Se me figuran parodias, caricaturas, imitaciones grotescas de ellos mismos. Por más que trato de ser tolerante, algo quizá traumático en mi cerebro me lleva a rechazar su reciclada vuelta a los escenarios. Ni siquiera envueltos en apestosa naftalina.

Frunzo el ceño y encojo la nariz cuando yutubeo a Maca, a Jagger, a Richards y a tantos otros, frente a reflectores modernos. No porque guarde las imágenes momificadas de tales artistas en un baúl de nostalgias, sino porque a su natural avejentamiento le encuentro a veces tintes de decrepitud. Es el principal motivo por el cual evito volver a ver esa impactante filmación del Presley regordete y sudoroso al final de su carrera, tocando el piano y cantando Unchained melody, bella pero patética melodía encadenada ya de por vida a una divisa: “El rey ha muerto, ¡viva el rey!”.

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No me sucede tanto así con Ringo Starr, tal vez por su bonachona empatía hacia el público y su signo de la V de la victoria en ambas manos alzadas, aunque entone por enésima ocasión With a little help from my friends. Tampoco con Gary Brooker en cualquiera de sus presentaciones de A whiter shade of pale, sobre todo la versión sinfónica que ofreció en un atardecido jardín de Dinamarca. No se diga con Carole King cuando interpretó So far away en Boston, aunque me habría gustado más si la clásica flauta trasversa rematara la canción. Y menos con Moody Blues en un teatro de humos azulosos, la vez que elevó a una orquestada apoteosis sus libidinosas Nights in white satin.

Cuestión, en algunos casos, de decadencia en los intérpretes, si se le quiere considerar así, o de vigencia re-creativa, en otros. Porque dígase lo que se diga, la ancianidad también ocupa un sitio vital en materia de artes musicales, ya sea que la concibamos como sinónimo de anquilosamiento, de fórmula arcaica, de esclavizante atadura a la sima de lo pretérito, de rutina, de repetición de la repetidera, o como simiente inspiradora de nuevos aires aplicados a lo viejo. Lo mismo, pues, pero exhumado o rejuvenecido por las voces e instrumentos originales.

Con base en tal disyuntiva ejerzo ahora mi derecho a escuchar o a cerrar oídos ante las versiones resucitadas de lo que hace mucho tiempo logró enchinarme la piel. Desde luego, sigo siendo leal a las vivencias sensoriales que me provocaba aquel ayer musical, y lo hago por simple terquedad, porque soy un melómano incurable. Pero ni así deja mi corazoncito de apachurrarse cuando miro en la pantalla que el dios Tiempo, como el icónico logotipo de Sus Satánicas Majestades, terminó por sacarle la lengua a más de un rockero de la tercera edad.

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Enrique Rivas Paniagua

Contlapache de la palabra, la música y la historia, a quienes rinde culto en libros y programas radiofónicos
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