A principios de los años dos mil, TV Azteca transmitió un asalto que terminó siendo un montaje: una recreación pactada con personas vinculadas a la propia televisora, presentada al público como “cobertura en vivo”. La Procuraduría capitalina confirmó que los supuestos delincuentes eran medios hermanos del camarógrafo y que habían recibido un pago para simular la escena. Fue un recordatorio temprano de lo fácil que puede adulterarse la realidad cuando el micrófono manda y la verificación estorba.
Ese episodio abrió una discusión que no se ha cerrado: la fabricación y transmisión de hechos sin sustento, la falta de supervisión editorial y la ausencia de protocolos que impiden que la pantalla se convierta en un escenario más que en una fuente de información. En ese entonces, la televisora insistía en su lema “usted manténgase informado”; años después entendimos que el problema no era la frase, sino lo que se hacía para sostenerla. Informar mal siempre fue más rentable que informar bien.
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Con el tiempo, otros casos reforzaron el patrón: la supuesta ola de secuestros exprés de 2003–2005, cuestionada por investigadores; la información errónea sobre la muerte de un presunto delincuente en Guerrero en 2008; los datos incorrectos de contaminación en 2016, desmentidos por la Secretaría del Medio Ambiente de la CDMX; las alertas falsas de asaltos masivos en el Metro en 2022; y, años atrás, la promoción del “Chupacabras” como fenómeno real. Todo formó parte del mismo ecosistema donde los rumores se convertían en hechos y los hechos en espectáculo.
El historial no se limita a noticias. La televisora ha dirigido campañas y señalamientos contra figuras como Cuauhtémoc Cárdenas o Samuel del Villar, acomodando narrativas según la coyuntura política. La línea editorial, más que brújula, ha sido un timón que gira donde conviene.
Y eso agrega otra capa al asunto: varios de los comunicadores que hoy se presentan como guardianes de la verdad guardaron silencio cuando, en 2002, la televisora protagonizó la toma por la fuerza de instalaciones de transmisión en el Cerro del Chiquihuite, en pleno conflicto legal con CNI–Canal 40. Aquel ingreso de personal armado quedó documentado por la prensa de la época, pero no provocó en esos micrófonos ni indignación ni análisis. Son los mismos que hoy difunden versiones inexactas con la misma soltura con la que antes callaron uno de los episodios más graves en la historia mediática del país.
Por eso no sorprende lo ocurrido el sábado, durante la marcha de la llamada Generación Z. La televisora y su dueño mantuvieron una participación activa en la construcción de una narrativa de “opresión” en el Zócalo, aun cuando las imágenes y los registros públicos mostraron otra realidad. Y la estrategia no se quedó en televisión: en las redes sociales del propietario y de varios comunicadores se reprodujeron videos, interpretaciones y datos falsos para inflar los acontecimientos y crear un ambiente de confrontación que los hechos no sostenían por sí solos.
La reacción tiene contexto: días antes, la Suprema Corte obligó al empresario que controla la televisora a pagar los impuestos que mantuvo pendientes durante años. Desde entonces, algunos de sus voceros aparecieron en pantalla y en redes con el enojo a la vista, levantando el micrófono como si dirigieran una batalla épica. No faltó quien hablara con tono solemne de “defensor de la democracia”, aunque hasta hace unas semanas apenas tuiteaba recetas, trivias y promociones. De pronto todos despertaron indignados al mismo tiempo: una sincronía tan perfecta que haría pensar que la editorial la coordina un director de orquesta… o un dueño molesto.
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En medio del ruido quedó algo fundamental: hubo personas que marcharon de manera pacífica y genuina, convencidas de que el gobierno debe actuar de forma distinta. Ciudadanos que merecen respeto y una representación fiel. Pero, nuevamente, la televisora optó por jalar agua para su molino y convertir una expresión social en una pieza más de su disputa personal.
El libreto es viejo, los actores cambian y la escenografía se mueve, pero la fórmula es la misma: crear ambiente, repetir frases y confiar en que la audiencia complete la escena. Para ciertos espacios mediáticos, la realidad no es un límite: es apenas un borrador listo para reescribirse cuando conviene.
Pero, ¿conviene a los mexicanos que siga operando una televisora así?
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