Bernal Díaz del Castillo, Bernardino de Sahagún, Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, Francisco Javier Clavijero, Carlos María de Bustamante, Lucas Alamán, José María Luis Mora, Joaquín García Icazbalceta, Manuel Orozco y Berra, Francisco del Paso y Troncoso… ¿Qué habrían pensado en sus respectivos tiempos si tuvieran un día para que la sociedad los reconociera como historiadores? ¿Verían con buenos ojos la fecha? ¿La dedicarían a reflexionar en torno al rigor y la ética de su oficio, a los métodos y técnicas de investigación histórica, a las fuentes documentales, al estilo literario que conviene a un cronista para que sus obras sean, además de legibles, dignas de crédito?
Día del historiador. En México lo “festejamos” cada 12 de septiembre, a propósito del mismo día y mes de 1919 cuando se fundó la Academia Mexicana de la Historia. Quienes nos dedicamos al análisis de los hechos pretéritos y a su divulgación deberíamos regodearnos con la efeméride, pero al menos a mí no me complace del todo. Siento que nada gana la tarea de historiar con celebrarla una vez al año. No profesionaliza al diletante, no le abre nuevos horizontes, tal vez ni le motiva a superarse, sobre todo si los ídolos laborales del éxito, el prestigio, los sueldos altos, las canonjías, las prebendas y otros valores de igual calaña, son los principales motores de su vocación. ¡Ah, cuánto le pesa aquella lapidaria profecía que sin duda escuchó en sus épocas de estudiante: “Te vas a morir de hambre como historiador”!
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Del mismo modo que no somos más mexicanos por desgañitarnos gritando vivas la noche del 15 de septiembre, tampoco somos más historiadores por echarnos porras el día 12. La cofradía de Clío exige a sus cofrades una entrega permanente, un ejercicio cotidiano, una capacitación perpetua. También, desde luego, un compromiso social; y en este punto tengo siempre en mente a las personas que presumen de tener el cargo (honorífico u oficializado) de cronistas locales. Son fedatarias de la vida pasada y presente de su comunidad; por tanto, comprometidas con ella, con sus luchas, logros, fracasos y expectativas.
Las crónicas municipales deben consignar, con templanza y en su justa dimensión, los sucesos históricos de su querencia, mayormente los extraordinarios, por muy dolorosos y aciagos que hayan sido. Resultaría imperdonable que tragedias como las inundaciones de Pachuca en 1949 y de Tampico en 1955, la explosión de Tlahuelilpan en 2019, el huracanazo de Acapulco en 2023 o el pipazo de Iztapalapa en 2025, las ningunearan sus correspondientes libros de historia lugareña. ¿Dónde quedaría entonces la empatía hacia sus paisanos de quien se nombra cronista de ellos? ¿Dónde, su responsabilidad como la conciencia comunitaria que el pueblo le encargó ser? ¿Dónde su misión de biógrafo colectivo, para no caer en la cursilería de decir que su apostolado?
Tan noble tarea es la del macrohistoriador como la del microhistoriador (así los llamaba uno de los más fervientes cliólatras que ha producido nuestro país: Luis González y González). Y ya entrados en noblezas, propongo que nos dejemos de apapachos celebratorios o, en dado caso, extendámoslos al año entero. La Historia no merece la deshonra de escribirse con migajas, poquiteces y tacañerías.
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