Exhibicionismo y recogimiento
El Surtidor
La vida nunca ha sido lo que parece. Quizá por eso, a partir de las pinturas rupestres y la escritura cuneiforme, la necesidad de ser uno distinto al que se es ha estado presente. Nuestra especie vive atormentada por sus pensamientos desde el inicio de la civilización. Pensar, tener ideas, proyectar cosas en la mente y comunicarlas ha sido nuestro destino.
En este tiempo en que habitamos, la hipersensibilidad, la hipertransparencia y el vivir eslabonados a nuestros dispositivos móviles nos ha encapsulado a la condicionante de la aprobación inmediata. Vivimos al filo de ser unos en la vida y ser otros en las redes. Funambulistas de internet, caminamos al horizonte del tiempo con la necesidad de mostrarnos al mundo en busca de reconocimiento y el deseo opuesto de protegernos del ojo público, por miedo a ser abducidos a un faro omnipresente que todo lo ve y todo lo sabe.
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Nicolás Boullosa escribió que a “estas dos fuerzas, el exhibicionismo y el recogimiento, se corresponden con la tensión actual entre los principios de la transparencia a toda costa —promovida por una cultura asociada a la ética contracultural de inicios de la informática personal e Internet (el culto a compartirlo todo para hacer un mundo mejor)-; y la reivindicación de la privacidad por los autoproclamados defensores del derecho al anonimato en la Red, con una larga tradición que se remontaría a la necesidad de salvaguardar la identidad pública en sociedades totalitarias”
Ejercemos nuestra autonomía, somos víctimas y victimarios, porque nos explotamos a nosotros mismos. Nadie nos presiona, somos quienes lo hacemos, sin pensar que no hay presión más dura que la autoexigencia. Lo que ataca al hombre no viene del exterior, sino de su interior. Sin darnos cuenta, vivimos condenados a una larga carrera de obstáculos personales y sentimientos de inferioridad e insuficiencia. Caemos en el mantra: tengo lo que deseo, pero deseo lo que no tengo.
Nuestras elecciones nos rebasan e interpolan entre nuestros ojos y las pantallas que nos rumian. Una ecuación, o varias sucesivamente, colocan y enlistan nuestras prioridades. En un círculo interminable conjugamos cinco verbos ad infinitum: ver, desear, adquirir, enseñar, olvidar.
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En este trayecto de la vida, estamos pavimentando el futuro con la hibridación de lo digital con lo real. La satisfacción de lo que pensamos como necesidades logra que adquiramos objetos y sucesos desechables, experiencias inmersivas de ilusiones pasajeras. Nos obsesionamos ya no con los objetos, si no con la información, los datos y las historias de esos objetos.
Una imagen o un video no son relevantes por ser nuestros sino por la representación de nosotros en el contexto o la historia de ellos. Parece que, si permanecemos presentes en nuestras redes sociales, al ser más libres, más transparentes, más honestos, estamos más aprisionados. Estamos aislados e interconectados. Opinamos sobre todo, pero incidimos muy poco en la realidad. Sabemos que la resistencia social ya no se hace en las calles, que está en las pantallas y que cómo dice el filósofo Byung-Chul Han “el big data dispone solo de una forma muy primitiva de conocimiento, a saber, la correlación: si ocurre A, entonces ocurre B. No hay ninguna comprensión. La inteligencia artificial no piensa. A la inteligencia artificial no se le pone la carne de gallina”.