Escribes; luego: existes
Vozquetinta
Te sientas a escribir no sólo por hábito sino por imperativo vital. Lo que te nazca, acerca de cualquier tópico que te guiñe el ojo. A tu muy personal (y admítelo: personalista) estilo, ese tu estilito compacto, puntuado, juguetón, transeúnte, de lo metafórico a lo irónico, entre lo elegantioso y lo populachero, no pocas veces irreverente o cáustico, que has trabajado desde que tienes conciencia vocacional. Así buscas expiar tu obsesivo pecado por la lectura y tu eterna idolatría al papel en blanco y la pluma en ristre, aunque a regañadientes sobrevivas como emigrado en el American dream de la computadora.
Para acabarla de amolar, justamente eso se pide de ti. Que escribas, que las personas de la cotidianidad, las de a pie, esperen tus letras como si aguardaran el trasporte público. A ver ahora qué minucia abordas y cómo se te vino en gana enfocarla. Y aunque no conminas abiertamente a pensar, sabes que en el fondo ésa es tu entelequia: motivar a la reflexión. Que la gente, ¡oh, iluso!, se vea en ti como ante un espejo, comulgue o no con tus ideas.
De no hacerlo, de no garrapatear textos, corres el riesgo de sumirte en la depre, primer paso a la muerte en vida. ¿Qué te consolaría entonces? Sí, continuarías creyendo en la magia del reencuentro contigo mismo a través de la naturaleza, del paisaje entrañable que te llevó a tantas andanzas por los ecosistemas, pueblos y culturas regionales de México; pero hoy el horno de nuestro país ya no está para bollos, y tú, aunque finjas demencia, no eres inmune al peso de tus años vetarros. Me imagino que ahora entiendes por qué la escritura es, en tu caso, el mejor, si no el único, placebo.
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(La escritura y la fabla radiofónica, desde luego. Cada una de tus participaciones ante el micrófono de Radio Educación es como redactar un Vozquetinta o escribir un capitulito más de tus inacabables libros. Tu palabra hablada es cómplice de tu palabra entintada, su confidente, su querida. Y tanto lo crees así que, pese a tu antigüedad laboral, jubilarte de tu chamba como productor y conductor de programas musicales en la decana de las emisoras públicas equivaldría a un suicidio.)
Quisieras que otros seres humanos llevaran también el ejercicio de la escritura en sus genes. Te emocionas cuando descubres casos como el tuyo, así sean rara avis. Sonríes, entras en sintonía, empatas identidades. No te importa saber si en algo contribuiste a despertar su inspiración o su aptitud escribidora, pero eso te motiva a no dejar de asir tu instrumento de trabajo entre el pulgar y el índice o de teclear en tu computadora. Nunca terminas de saber a profundidad qué fibras íntimas tocas con cada texto, ni hasta dónde se apagan totalmente los sonidos que emites. Imperativo vital, te dije al principio. Idéntico a respirar, a comer, a parir. Un acto de la voluntad de servicio. Una entrega al porqué, paraqué y paraquién de la existencia. Un lazo que te ata a la libertad, pero tan esclavizante que, a veces, en lugar de simple atadura, darías todo porque fuera atablanda.
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