Derechos (y chuecos) culturales
Vozquetinta
Tengo derecho a la cultura. Tengo derecho a enriquecerla en la práctica habitual y legársela a mis descendientes. Tengo derecho a disfrutarla, tanto en espacios de tradición popular como en foros institucionales dignos, aptos, suficientes. Tengo derecho a exigir de las autoridades su impulso y defensa, libres de cualquier burocratismo. Tengo derecho a criticarlas cuando considero que la tergiversan o reducen a falacias oportunistas, sean mercantiles o políticas. Tengo derecho a protestarles si pichicatean o atomizan su presupuesto bajo el manto de santa Austeridad virgen y mártir.
Hasta hace poco tiempo era insólito hablar de derechos culturales. Ahora que se ha extendido el uso de este concepto (inclusive, está asentado en una ley federal, más algunas leyes estatales), mucha gente sigue considerándolo exótico, para no tacharlo de pedante. La cultura parece no haber perdido aquel sambenito de exquisitez decorativa con que antes la quemaban en leña verde los mercachifles y cuentachiles. ¡Ay, México surrealista! ¿A quiénes se les ocurriría hoy bloquear una carretera, hacer un plantón, marchar con pancartas por las calles, grafitear consignas en los muros de oficinas públicas, sólo para demandar la validez y operatividad de un “derecho” que sin duda se sacaron de la manga?
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Al igual que derechos, existen chuecuras culturales. Citaré un ejemplo representativo. Aunque la pandemia les haya servido de fácil excusa, merecen un tache las siete instancias organizadoras (la nacional y las de seis entidades que comparten el antiguo Huastecapan) porque dejaron al garete, hasta su virtual desaparición, el Festival de la Huasteca, lo mismo que otros programas dedicados a formar en la música tradicional a la niñez y juventud de esa región. Los cofrades de la hermandad huastecófila nos sentimos descobijados, huérfanos de aquel plausible festival que demostró ser exitoso durante sus 24 años de existencia (1996-2019). ¿Habrá que restringirnos de aquí en adelante a las heroicas iniciativas comunitarias (verbigracia, la de la decana Amatlán, Ver.) que, sin apoyo oficial, contra viento y marea, siguen de tercas en realizar sus propios encuentros de huapango, danza, artesanía, vestimenta, comida, medicina, laudería, pintura, periodismo, literatura y oralidad huastecas?
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La cultura refleja nuestro ser humano. Nos empareja y también, por contraste, nos diversifica. Duda, interroga, sacude, a la vez que sensibiliza, encamina, razona. Su ejercicio debe plantearse y alentarse como algo cotidiano, accesible, nunca a manera de lujo o, peor, de dádiva. En suma: ejercerla como derecho natural y legalizado. Por algo el término jurídico ‘derecho’ proviene del latín directus (directo): porque retorcer la aplicación de la cultura o desviar de su ruta los mecanismos con que el Estado debe fomentarla, resultaría legalmente inadmisible. Derecha la flecha, para que nos entendamos.
Ah, y por trabajar dentro del sector Cultura, por haberle dedicado virtualmente toda mi vida profesional, tengo derecho también a recibir un pago (un salario, en mi caso, pues soy productor de base con casi 40 años de antigüedad en la benemérita Radio Educación), ya no pido justo sino al menos no tan raquítico. Eso de comerme las uñas cada fin de quincena nada tiene de cultura gastronómica.