Croniquilla de mi largo andar
Vozquetinta
En junio de este 2022 cumplí medio siglo de mi primera colaboración pagada en un periódico (no cuento varios artículos previos, publicados en cualquier diario donde me daban un hueco, porque los hice de a grapa, nomás por soltar la pluma). Fue un reportajito simplón, nada del otro mundo, con dos o tres fotos, acerca de las haciendas pulqueras de Hidalgo, y ocupó una plana entera en el suplemento tipo tabloide “Fin de semana” de El Día. Así arranqué, dentro del campo que en aquel tiempo se llamaba turismo social, no sólo mi ingreso profesional al periodismo, sino mi vocación comunicativa, primero escrita, después radiofónica.
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Me encapriché desde entonces en dedicarme casi por completo a la crónica de viajes, ese desdeñado género-patito de la literatura. Devoré obras de gente andariega, conocidas o desconocidas (de las primeras: La vida en México, marquesa Calderón de la Barca; México, tierra india, Jacques Soustelle; La ruta del Padre de la Patria, Francisco de la Maza; El otro México, Fernando Jordán; Aventuras en México, Gutierre Tibón; de las segundas: Res-pública, Carlos Gaytán; Tierra y viento, Mauricio Magdaleno; México tras lomita, William Spratling; Horizontes mexicanos, Luis Felipe Palafox; Viaje mexicano, Guillermo García Oropeza). Con decirles que en mis desvaríos hasta me creí —por favor, sean tolerantes ante tamaño despropósito— un Carl Lumholtz escribiendo El México desconocido o un Manuel Toussaint sus Paseos coloniales.
Más allá de los datos fríos, de la referencia histórica comprobada, de la nota técnica, de la cita textual entre comillas, forjé un estilo narrativo centrado en lo emocional. Qué sentí en cada travesía, qué enchinó mi epidermis, con qué vibré. Cuánta obsesión existencial tenía por huir de la estridencia y la enajenación citadina a meditar en silencio mientras caminaba, casi siempre en solitario, por pueblos y campos con la mochila de excursionista a la espalda. Cómo mi hallazgo vivencial de un México oculto, no en autopistas sino en brechas y veredas, resultaba la mejor fórmula para rencontrarme y volver armado a enfrentar la batalla contra el simple vivir por vivir.
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La introspección como vozquetinta subyace en los cinco libros donde recopilé gran parte de aquellas crónicas: Hidalgo, invitación a un estado de ánimo (1982), México de mis andanzas (1984), Jarocho puerto (1992), Hidalgo, nueva invitación a un estado de ánimo (1995) y Trotaméxicos (1996). En las pocas bibliotecas públicas que los tienen han de estar catalogados con la clave 917.2 del sistema Dewey, bajo el rubro “Descripción y viajes”. Ahí duermen, a la espera de otro patadeperro, tan deschavetado como su autor, que alguna vez los despierte y al abrirlos le provoquen un guiño cómplice, una risilla, un lagrimón, un suspiro nostálgico, un apapacho a su mexicanidad…o un merecido bostezo.
Solemos creernos, a tenor de nuestro mesianismo, chamanes que practicamos ritos de iniciación o ceremonias exorcizantes con la letra impresa. Manipulamos palabra por palabra, párrafo por párrafo, cuartilla por cuartilla, y todo lo envolvemos en humo. Para curar y de paso curarnos, se supone. Quién sabe por qué en ocasiones las dolencias no menguan ni con la lectoescritura de unos ingenuos viajecitos.