Enrique Rivas columna Vozquetinta

Enrique Rivas

Confesiones de un discófilo

Suena exagerado, lo admito, pero siento que en mi coleccionismo de hostias fonográficas reflejo yo una suerte de comunión religiosa.

Enrique Rivas Paniagua
Diciembre 14, 2025

Soy fiel devoto de las miles de ocultas sonoridades que atesora mi discoteca privada. Suena exagerado, lo admito, pero siento que en mi coleccionismo de hostias fonográficas reflejo yo una suerte de comunión religiosa. Porque me basta mirar sus fundas y sus negras redondeces para creerme en un plano casi espiritual; porque poner a girar un disco en la tornamesa lo equiparo a participar de un milagro; porque el sonido que de él brota me traslada a mundos que tienen no poco de celestiales. Así de mística es mi discofilia.

El disco-objeto tiene para mí tanta importancia como la música que guarda. Tomarlo entre las manos, ver cómo la luz se refleja en su superficie, pasarle un paño húmedo a fin de limpiarlo y facilitarle de este modo que la aguja se deslice mejor por los surcos, va más allá de un simple cuidado preventivo para entrar en el terreno de la caricia respetuosa. Adopto entonces el papel de curador de una pieza de museo, honrado de ser su dueño transitorio en tanto no herede post-mórtem todos mis archivos sonoros a la Fonoteca Nacional.

Mi corazoncito está, desde luego, puesto más en el formato del disco de larga duración y el fonograma de 78 o 45 revoluciones por minuto, que en el caset y el disco compacto. No dejo de admirar y aplaudir a estos últimos por el valioso rol que jugaron en la historia de la fonografía, pero no se comparan con aquéllos en lo que se refiere a preservación. ¡Ay, cuántos casetes no puedo ahora, ya no digamos digitalizarlos sino meramente reproducirlos, porque la cajilla está demasiado apretada, porque la cinta se trozó o porque la invadieron los hongos! ¡Cuántos cidís tienen un vil rayoncito microscópico que el lector óptico no puede saltar y entonces no hay forma de escucharlos, ni siquiera de forma parcial!

Ah, y las portadas de los elepés. Su tamaño era el de un gran cuadro de salón, lo que permitía a quien lo diseñara darle vuelo a la creatividad artística, con mayor razón cuando se trataba de un álbum doble. En cambio, las dimensiones del disco compacto equivalían apenas a las de un medallón y las del caset a una tarjeta de visita, y por eso los saturaban de elementos o compactaban su información, al grado de obligarnos, en algunos casos, a usar una lupa para leerlas. Quién iba a pensar que podría más el poco espacio disponible en los cuadernillos que el ingenio para acomodarse a ellos.

Mejor aquí le paro porque no quiero parecer disco rayado. Con el permiso de ustedes, regreso a mi vocación coleccionista de sonidos redondos mientras le prendo una veladora al genio inventivo de Edison para que ilumine mi discofilia. Y de paso, claro, la trascienda en el tiempo.

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