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Es la pena máxima que una persona puede recibir por haber cometido un feminicidio. En 2013 nuestro estado reconoció este tipo penal en el Código. Sin duda, un momento histórico y profundamente doloroso, pues su creación no ha implicado la disminución de la forma más extrema de violencia de género. Ni siquiera podemos plantearnos la erradicación de esta conducta, pero la existencia del tipo penal, que tiene que ser aplicado tanto en casos de mujeres cis y trans, nos permite visibilizar y nombrar a quienes fueron asesinadas por cuestiones de género.
La Fiscalía Especializada en Delitos de Género y Trata anunció que por primera vez se logró una condena de 50 años en contra de un feminicida. Me sorprendió que esto sea una noticia. ¿En 12 años apenas se logró una pena máxima? ¿Dónde quedan las otras formas de reparación del daño?
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50 años son insuficientes frente al daño irreparable que conlleva el asesinato de una mujer, para ella, para su familia, para la sociedad y al mismo tiempo es lo único que el Estado está dispuesto ofrecer frente a estos hechos: cárcel.
En lugar de pensar a conciencia en otras formas de lograr profundos cambios sociales que busquen la prevención y erradicación de la violencia de género, que brinde una verdadera reparación del daño a las familias; las propuestas se siguen centrando en el punitivismo.
A lo largo de los años hemos escuchado propuestas de las y los legisladores que han pasado por el Congreso para aumentar las penas privativas de libertad para el feminicidio. Recuerdo una que hablaba de aumentar las penas a 60 años de prisión, demagogia.
El castigo penal nunca ha infundido tal terror en los agresores para evitar que se cometa un delito, pero lo que sí logra son notas periodísticas en las que se manda un mensaje ficticio a la población de que el legislativo está haciendo algo real en contra de esta problemática.
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Merecemos más, mucho más que solo cárceles repletas.
Merecemos tranquilidad y dignidad, la certeza de saber que nuestras vidas no están en riesgo.
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