Viajes en soledad

Vozquetinta

¿Hasta dónde camina uno solo por la vida? ¿Sólo en la soledad se puede estar realmente solo? ¿Qué tanto uno es solamente uno? ¿Se puede estar solitario en medio de la multitud? ¿Cabe expresar la identidad solidaria también en el aislamiento?…

Vientos de interrogación. Sin aterrizar jamás en una respuesta absoluta, las preguntas anteriores me las planteo en silencio cuando estoy conmigo mismo, aunque tenga a mi lado gente conocida. No por descortesía, menos aún por petulancia; antes bien, por simple y llana necesidad existencial. Constituyen parte del ejercicio obligado de introspección que practico desde mi lejana adolescencia al caminar por parajes naturales y pueblos, o al viajar en autobús por carretera, abstrayéndome del ruido enajenante de la gringada peliculesca que se proyecta en las pantallas del vehículo.

Bien dijo Unamuno que “es la soledad la gran escuela de la sociabilidad”. Creo que entiendo un poco mejor todo lo demás si empiezo por tratar de entenderme. ¿Y qué ocasiones ideales en estos tiempos caóticos superan a las de los viajes reflexivos, sea cual sea el sitio a donde se destinan? La experiencia personal del andariego en pos de socializar la animación de moverse por el mundo. Una búsqueda incesable del yo a través de lo otro.

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Para eso me sirven siempre las excursiones. No soy, no quiero ser jamás, el turista común y corriente, el desaprensivo, el depredador, el desmadroso. Odio las salidas masivas, las de paquetes acartonados, las de horarios estrictos, las de itinerarios inamovibles, las de cumplimiento esperado de roles consumistas, las de guías turísticos convencidos de que su chamba consiste en soltar a cada rato clichés, choros estereotipados, falsos datos históricos. No me evado: vivo mi espontánea vocación andante, mi sagrada libertad absoluta, incluso mis propios riesgos.

Viajar así es igual que escribir un diario íntimo. Registrar en él las variaciones que uno va encontrándose en ambientes ajenos. Consignar nuestras reacciones a los detalles que se cruzan durante la andanza. Valorar tanto la similitud como la diferencia de usos, costumbres, valores, creencias, modos de ser, maneras de hablar. Y todo sin resbalar en la actitud egocéntrica, en el etnocentrismo, en la anatema o, peor, en la insensibilidad, pese a que el turismo se basa, por definición filosófica y sociológica, en lo insensible.

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Ser viajero, no turista. Acaso porque, a decir de Michel Onfray en su Teoría del viaje. Poética de la geografía (París, 2007; México-Barcelona, 2016), “el turista compara, el viajero separa. El primero se queda a las puertas de una civilización, roza una cultura y se contenta con percibir su espuma […]; el segundo intenta entrar en un mundo desconocido, sin prevenciones, como espectador libre de compromisos, […] deseoso de captar su interior, de comprender en el sentido etimológico”.

Comprender = comprehender, abarcar, incluir. Regresar a Ítaca. Salvar los melosos cantos de sirena para no estrellarse en los escollos de los viajes de cartabón. ¡Qué espléndido navío es entonces la bendita, creativa, comunitaria soledad!

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Enrique Rivas Paniagua

Contlapache de la palabra, la música y la historia, a quienes rinde culto en libros y programas radiofónicos
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