Vetarría discriminada
Vozquetinta
Pese a salir con suficiente anticipación, llegué tres cuartos de hora tarde a una cita en las instalaciones de la UPN-Pachuca. Entré a la estación del Tuzobús más próxima a mi casa en el momento justo cuando acababa de irse uno de la ruta T05, la llamada “paradora”, única que me dejaría cerca de mi destino. Hube de esperar largos 15 minutos a que arribara otra unidad, pero aunque llegó semivacía, respeté la disposición de no abordarla por estar pintada de color rosa (léase: exclusiva para el sexo femenino). Me sentí discriminado.
La mujer vigilante de la estación, situada a tres pasos de mí, percibió la mueca que hice al consultar mi reloj y alzar de forma notoria los brazos en actitud de desaliento. Pudo haberme invitado a subir, por ser yo una “persona adulta mayor en plenitud” (léase: viejo, vetarro, anciano, senecto, senil; dicho sea de paso: con 72 años encima), mas no merecí la misma atención que prestó desde ese momento a chatear con alguien o navegar por internet en su telefonito móvil. Me sentí discriminado.
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Pudo, en dado caso, si tuviera vocación de servicio, informarme que yo sí gozaba del derecho a subir, siempre y cuando le mostrara la tarjeta rosa expedida oficialmente por tal sistema de trasporte a quienes peinamos canas. O bien, orientarme dónde, cuándo y cómo obtener dicho documento (léase: previa tramitología en quién sabe qué remota oficina, según averigüé al día siguiente). Nada. Ni una palabra. Me sentí discriminado.
Por fin, media hora desesperante después de mi acceso a la estación, puse los pies en un atestado “parador”. Dos o tres de sus asientos color rosa, situados al frente del autobús, venían desocupados y siguieron así durante el trayecto, pero mi frustración me contuvo a sentarme en alguno. ¡Cómo habría deseado que hubiera, como en el Metro de la Ciudad de México, lugares reservados a las personas con capacidades distintas! Y mientras los demás pasajeros me hacían sándwich, volví a condenar mentalmente a la empresa porque eligió el peor tipo de vehículo para el Tuzobús, el modelo más impráctico y estorboso para que uno pueda ascender, bajar y desplazarse (incluso sentarse) dentro de él. Me sentí discriminado.
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Ya en la calle, casi corriendo hacia mi compromiso, pensé en la otra alternativa de trasporte público que padecemos en Pachuca. Me refiero, sí, a las “combis”, a las vetustas camionetas colectivas que, salvo honrosas excepciones, se dan el quién vive en materia de incomodidad, ruidos, vueltas contra reloj, carreras, sustos y riesgos por velocidad excesiva. Al menos puedo optar por no treparme a una de ellas cuando noto que iría yo de pie, no obstante que lo prohíbe el reglamento de tránsito. En cambio, me parece insultante recibir del conductor un gesto avinagrado si pago con descuento del Inapam, o escucharle que ya “concedió” los dos casos de tarifa preferente que tiene autorizados por vuelta (y eso que me subo en la base y a nadie veo, durante el camino, pagarle menos). Me sentí discriminado.
¿Lo sucedido fue una bicoca como tantas que ocurren a diario en Pachuca (y en otras urbes, qué caray)? ¿Son chocheces, pruritos de un peatón de la tercera edad, voluntarioso pero convencido de serlo, como yo? Cuestión de enfoques. Tengo para mí que el ninguneo, la exclusión, la discriminación a la adultez avanzada, aunque sean fenómenos hormiga, nos hieren más que la pérdida de salud física o la insuficiencia económica.
Tal vez un día de estos me anime a abrir en la Comisión de Derechos Humanos un expediente de oprobios cuchillitos-de-palo a la vejez. De perdida para que el legajo sirva de prólogo a mi utopía de una cotidianidad más equitativa.