TRES APUNTES
El Surtidor
1.
Todo es un cementerio de citas.
2.
Michael Onfray, en su lectura del empleado como esclavo, señala que “es verdad que el esclavo ha existido siempre, y no solamente a partir del momento en que el capitalismo liberal tomó las riendas del destino de Occidente, y más tarde del planeta. Construir pirámides, edificar ciudades, abrir canales, trazar rutas, levantar catedrales, producir riquezas siempre ha supuesto, en todas las épocas, una clase explotada, la más numerosa, y una clase explotadora. Pasado el tiempo del descubrimiento, la técnica permite a los más fuertes dominar a los más débiles. De la edad de las cavernas a la de Internet, la técnica siempre actúa como instrumento de dominación de un grupo sobre otro”, la dominación ahora puede llegarnos sin darnos cuenta, por eso es imprescindible pensar, pues es lo único que logrará que hagamos más amplia la brecha que nos separa de los simios.
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3.
Cuando a Paul Auster le fue otorgado el Premio Príncipe de Asturias, dijo un emotivo mensaje que versaba básicamente sobre la inutilidad, en él decía que “el arte es inútil, al menos comparado con, digamos, el trabajo de un plomero, un médico o un maquinista. Pero ¿qué tiene de malo la inutilidad? ¿Acaso la falta de sentido práctico supone que los libros, los cuadros y los cuartetos de cuerda son una pura y simple pérdida de tiempo? Muchos lo creen. Pero yo sostengo que el valor del arte reside en su misma inutilidad; que la creación de una obra de arte es lo que nos distingue de las demás criaturas que pueblan este planeta, y lo que nos define, en lo esencial, como seres humanos. Hacer algo por puro placer, por la gracia de hacerlo. Piénsese en el esfuerzo que supone, en las largas horas de práctica y disciplina que se necesitan para ser un consumado pianista o bailarín. Todo ese trabajo y sufrimiento, los sacrificios realizados para lograr algo que es total y absolutamente… inútil… Nos hacemos mayores, pero no cambiamos. Nos volvemos más refinados, pero en el fondo seguimos siendo como cuando éramos pequeños, criaturas que esperan ansiosamente que les cuenten otra historia, y la siguiente, y otra más. Durante años, en todos los países del mundo occidental, se han publicado numerosos artículos que lamentan el hecho de que se leen cada vez menos libros, de que hemos entrado en lo que algunos llaman la “era postliteraria”. Y, sin embargo, a pesar de ello, cada vez son más las páginas personales y el uso de redes sociales para difundir breves fragmentos que intentan convertirse en literatura. Contradictoriamente, es quizá esta era de la inmediatez y la conectividad, la época en la que más se emplea la lectura y la escritura. Es quizá este tiempo en que tenemos el cúmulo del conocimiento humano asido en un teléfono móvil, en una tablet, en un sitio virtual, que no nos detenemos a contemplar nuestra insignificancia. Es también quizá, ésta la época de mayor analfabetismo y la de mayor consumo de textos. La de mayor inutilidad. Y la de menor certeza.
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