Tlatelolqueras

Vozquetinta

Cada miércoles, ya noche, después de grabar la emisión de Son…idos de la Huasteca en los estudios de Radio Educación, tomo en Eje Central, a la altura de la colonia Narvarte, el trolebús que me lleva a la terminal norte de autobuses para dirigirme de ahí a mi adoptada Pachuca. Extenuado de trabajar ante el micrófono, la consola de audio y la dirección musical del trío huapanguero que invité al programa, los tres cuartos de hora en promedio de esa ruta trolebusera me sirven de anhelado y gratificante relax. (De no ser por oasis así, no podría sobrevivir en la neurótica urbe chilanga.) 

Una vez rebasado el hormigueante tramo de San Juan de Letrán, me queda de trayecto la unidad Tlatelolco, enmarcada por una de las ventanillas derechas donde procuro situarme cuando viajo en trole. Y sin excusa ni pretexto, a guisa de manda o promesa juramentada, pongo siempre mi atención en su luminosa plaza de las Tres Culturas, nombrándola igual a como la rebautizó la vox populi tras el 2 de octubre de 1968: plaza de las Sepulturas.

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Debe ser su fuerza magnética la que me impulsa a no pasar desapercibido tan icónico espacio. O quizá el eco del impotente grito que provoca en la Historia su herida aún purulenta. 

Más que vivir un flashback (mentiría si dijera que estuve ahí en aquella fecha, pese a mi juvenil empatía hacia el movimiento), es como si ahora filmara con mi cámara mental una película de lo sucedido entonces. Visualizo primero al ejército marchando por el pasillo aledaño a la zona arqueológica, rumbo a la explanada. Luego, la manifestación y el vocerío detrás. Enfoco después la lente en los balcones y la azotea del edificio Chihuahua. Alzo de inmediato los ojos para registrar en mi imaginario filme las bengalas cayendo del cielo. Me concentro en el pasaje del correr multitudinario. Brinco en seguida a la escena del olímpico cateo a jóvenes en calzoncillos. Y remato con un paneo lento, minucioso, no exento de algún close-up intercalado, de rostros despavoridos, ropa hecha jirones, zapatos sin dueño, jardineras pisoteadas, casquillos dispersos, sangre por doquier, cadáveres a diestra y siniestra.

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Todo ello me sucede durante los pocos segundos que trascurren a mi paso por el lugar. Una, otra, otra vez. De siete en siete jornadas en que voy a México. Noche a noche semanaria. Con el alma partida. Con pesadez cerebral. Con un hueco en el estómago. Inquiriéndome a cada instante cómo fue posible que ocurriese un crimen de tal naturaleza y sigamos sin saber bien a bien sus entretelones y reparto político. 

Tlatelolco. Mi rojo anochecer. Memoria de mis días y mis años. En el interior de un anacrónico, romántico trolebús llamado Deseo —metáfora mexicanizada de aquel tranvía de Tennessee Williams—, desde cuyas butacas filmo una más de mis utópicas loqueras. 

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Enrique Rivas Paniagua

Contlapache de la palabra, la música y la historia, a quienes rinde culto en libros y programas radiofónicos
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