Que alguien meee… lo explique

Vozquetinta

«Señoras y señores: ha llegado el momento de hacer una confesión que a ustedes no les parecerá sorprendente (porque hace mucho tiempo que han venido advirtiéndolo), pero que a mí me es sumamente humillante: no entiendo nada de lo que sucede ni en este país, ni en este mundo, ni en los otros planetas.»

Así abrió Rosario Castellanos una de sus columnas semanales en el viejo Excélsior, compiladas, antecedidas de un prólogo de José Emilio Pacheco y finalmente impresas en un rústico libro de homenaje póstumo (El uso de la palabra, México, Ediciones de Excélsior, 1974). Hoy me permito apropiarme de esa misma confidencia expresada en agosto de 1966 por la escritora chilango-comiteca (“gran dama del periodismo de rímel y bilé”, como la definí en una apostilla manuscrita en mi ejemplar de dicha recopilación): tampoco yo entiendo nada de lo que sucede. Sobre todo, nada de lo que sucede en este país.

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No salgo de una estupefacción, cuando caigo en otra. No consigo asimilar un suceso de difícil justificación, cuando ya ocurre otro parecido. No me doy abasto para comprobar primero si no son fake news, allegarme en seguida elementos de juicio y normar después mi criterio ante un hecho incomprensible, cuando ya debo empezar a quebrarme la cabeza con otro nuevo o reciclado. «¡Y esto es tooodos los días!», decía con irónica resignación ante la cámara un chamaquillo situado entre sus abuelos medio sordos en aquel estereotipado, pero inolvidable, comercial televisivo de cierto panqué de caja.

¿Se trata de atiborrar el ambiente, de por sí muy tenso, con actos temperamentales o declaraciones que sean proclives al escándalo? ¿De no ceder espacios a la reflexión o el raciocinio, y sí a la impulsividad, el insulto, la chacota, la denostación, el patíbulo? ¿De confundir, de aletargar, de tender varias cortinas de humo? ¿De echarle más leña verde a la hoguera de la polarización? ¿De sahumar el ego?

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Qué difícil es darme respuestas sensatas a este bombardeo cotidiano de interrogantes. Qué trabajo me supone comentarlas con otra persona sin el temor de hundirnos, casi a las primeras de cambio, en un agarrón de dimes, diretes y caras agrias. Qué cuesta arriba implica para mí cada semana sentarme ante la computadora a diseccionar con el bisturí del enfoque periodístico un Vozquetinta acerca de algo que me resulta incomprensible de tan manoseado y, por tanto, tan enredoso.

De remate, el periodismo; o para aterrizarlo con mayor rigor: los sujetos periodistas. ¿Qué somos? No voy a citar los punzantes epítetos que se nos enjaretan, principalmente a quienes hemos ganado el derecho, la libertad, el deber y la honestidad profesional de poder emitir nuestra opinión en una columna, aunque difiramos de otros modos de analizar los acontecimientos. Me parece injusto, sin embargo, el acoso ahora tan generalizado hacia este noble oficio, lo que lo hace vulnerable a una condena más visceral que juiciosa.

En el artículo de marras, Rosario Castellanos anotó el siguiente texto que igualmente hago mío, letra por letra: «Hay también por allí otra exclamación que más que histórica está adquiriendo el rango de vox populi: “¡Muera la inteligencia!”, pero tampoco me inmuta, porque no reza conmigo. Una persona inteligente entendería y, como lo confesé al principio, yo no entiendo nada, lo que se dice absolutamente nada.»

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Enrique Rivas Paniagua

Contlapache de la palabra, la música y la historia, a quienes rinde culto en libros y programas radiofónicos
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