Ponderar las cenizas
El Surtidor
¿Cuál es el afán de estar calificándonos todo el tiempo? ¿A caso es tanto nuestro miedo a la vida que necesitamos de la aprobación de los demás para validar quiénes somos? A qué se deberá que, ahora, más que en otro tiempo, estemos encumbrando la costumbre de estrellarlo todo: los trabajos, los servicios, las películas, los libros, los amores, los amantes, las derrotas, la comida. Incluso, nuestro lugar en el universo. Es como si fuera necesario ser VIP para poder tener acceso a lo mejor, de lo mejor, de lo mejor de la vida.
Pienso en la estratificación masiva que significan los conteos que ponderan todo: los mejores discos; los mejores libros del año; lo mejor de la década; lo mejor de la moda; los más guapos; los más feos; los más exitosos; el siglo de oro de… como si fuera necesario estarnos lamentando sobre que todo tiempo pasado fue mejor. Como si en verdad sirviera para algo más que un pasaje efímero para cierto grupo de personas.
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Por qué será que nos cuesta demasiado trabajo entender que cada día que sucede en el calendario es único e irrepetible. Que no es necesaria la cualificación porque debido a su propia naturaleza, un instante nos marcará de una u otra manera. Comprender que estamos vivos y hemos llegado hasta el sitio donde hemos llegado, sobreviviendo, es algo que suele restársele valor. No nos detenemos en nuestras calificaciones, ni si quiera porque aprendimos a convivir con el fantasma de la muerte en la pandemia de la que estamos saliendo.
Y el punto es tan grave, que ahora todo nos parece inmediato e insignificante, hasta que aparece en una lista que lo coloca en la mira de nuestros intereses. Pose de estar y ser parte de lo que ha sido aprobado por el resto de la comunidad. Validación de nuestra personalidad desde la pertenencia a un lugar, un objeto, un grupo social, una prenda. La ponderación de nuestras aspiraciones al servicio de las tendencias de las listas.
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Quizá, ahora, podríamos dejar de pensar en la rabia de los días, volver a lo que Ernesto Sábato escribió cuando dijo que «el hombre no está solo hecho de desesperación sino de fe y esperanza; no solo de muerte sino también de anhelo de vida; tampoco únicamente de soledad sino de momentos de comunión y amor. Porque si prevalece la desesperación, todos nos dejaríamos morir o nos mataríamos, y eso no es de ninguna manera lo que sucede. Lo que demostraba, a su juicio, la poca importancia de la razón, ya que no es razonable mantener esperanzas en este mundo en que vivimos. Nuestra razón, nuestra inteligencia, constantemente nos están probando que este mundo es atroz, motivo por el cual la razón es aniquiladora y conduce al escepticismo, al cinismo y finalmente a la aniquilación. Pero, por suerte, el hombre no es casi nunca un ser razonable, y por eso la esperanza renace una y otra vez en medio de las calamidades».