Hace un lustro la Organización Mundial de la Salud dictaminó formalmente que el vocablo apropiado para definir la expansión internacional que había tomado el covid era «pandemia». No, no «endemia», porque este concepto restringiría el problema sanitario a uno o dos centros de población. Tampoco «epidemia», porque lo limitaría a una o dos regiones más o menos extensas. Lo correcto, pues, era decretarlo como una verdadera «pandemia» (del griego pan, todos; demos, pueblos: “todos los pueblos”). En suma: el planeta entero, sin excepción, debía ponerse el saco —también, claro, el cubrebocas— a fin de tomar medidas que contuviesen la enfermedad.
Vendrían por lo menos dos años de loca, infernal pesadilla, de la cual varios millones de seres enfermos ya nunca, por desgracia, despertaron. Otros sí pudieron amanecer, aunque con secuelas orgánicas o sicológicas. Y quienes tuvimos la fortuna de librarnos de las garras del covid, no estamos exentos hoy de sufrir eventuales depres o temores. Ha de ser porque a nuestra desamparada salud mental le preocupa que mañana pueda ocurrir otra de tales jugarretas infecciosas, igual o peor que la de hace cinco años.
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En lo personal opté entonces por no encerrarme a piedra y lodo en mi casa. Casi diario salía a caminar tres o cuatro cuadras y remataba en una jardinera del Río de las Avenidas o en un miradorcillo de la carretera Cubitos-La Paz, justo arriba de mi colonia. Desde uno u otro sitio contemplaba mis queridos cerros de Pachuca e imaginaba que iba mucho más allá, a la Sierra Baja y después a la Sierra Alta, en camino hacia mi umbilical Huasteca. ¡Qué de pataperradas mentales hice en aquel tiempo! ¡Qué de anhelos excursionistas forjé! ¡Qué de futuros viajes puse en mi lista de esperanzas revitalizadoras!
A lo anterior sumé que mis ratos hogareños los dedicaba a la música y, sobre todo, a la lectoescritura. Me dio por ejercitarme en un género literario que antes no había practicado: el epigrama. La redacción de cuartetas irónicas, mordaces, sarcásticas, burlescas —yo diría quevedescas—, alusivas a personajes y sucesos políticos de aquel momento, me sirvió para sobrellevar el revés pandémico. De remate, hasta convertí esos divertimentos epigramáticos en un librito al que titulé No confinen mi palabra (ni pregunten por él en las librerías porque sigue y seguirá inédito, para que los aludidos no me quemen en leña verde).
Merecerían notas aparte, amplias y detalladas, diversos fenómenos preocupantes que a partir de 2020 destapó la oleada de covid o que derivaron directamente de ella. Uno de tantos es la postura oficial antivacuna (por extensión, anticiencia) de ciertos gobernantes sin masa gris en el cráneo. Pero dejo ese análisis en manos de columnistas mejores que yo. Con el demonio desatado por otra pandemia, la arancelaria de Trump, que de extenderse pondría a la economía del mundo a unos pasos de la morgue, ya tengo bastante para empezar de nuevo a comerme las uñas.
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