Ladrona de inteligencias

Vozquetinta

¿Cómo reaccionaría si mañana descubro un supuesto texto mío o un programa de radio en el que jamás participé, donde yo defienda contenidos ajenos a mi ideología, impulse a gente que detesto o promocione actividades culturales, si no es que viles mercancías, con las cuales no comulgo? Sí, lo escrito parecerá fiel a mi estilo literario o la voz que se escuchará será la mía, pero lo que dizque redacté o dije ante un micrófono estará lejos de haber salido tal cual de mi pluma o de mi garganta. Así no pensaba yo, ni pienso. Tampoco pensaba así, ni sigue pensando, mi álter ego.

La culpable habrá sido esa arpía apocalíptica que, de un breve tiempo a la fecha, se le ha dado en llamar Inteligencia Artificial (tanto se endiosa a ella misma, aunque también tanto nos aterra, que hasta con mayúsculas iniciales solemos citarla). Usurparía y manipularía mis palabras, desconsiderando el contexto donde nacieron, su orden de aparición, su secuencia. Me inventaría opiniones mañosa y radicalmente distintas de las que manejo por convicción. En suma: me habría robado. Y para colmo, deformándome.

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En Estados Unidos empiezan a saberse casos de robo de voces, tanto las narrativas de documentales como las de doblaje. Ya hay demandas legales de locutores y locutoras, actores o actrices que de buenas a primeras se oyen en filmes o anuncios comerciales en los cuales su propia ética les impediría hoy participar. Se trata de voces que alguna vez los demandantes prestaron para otros menesteres (a cambio, claro, del justo pago por servicios profesionales), pero que el contrato firmado entonces no precisaba el uso posterior que se haría de ellas. Y las empresas demandadas alegan ahora que no hacía falta una cláusula de esta índole, porque estaba implícito el consentimiento de los contratados.

La Inteligencia Artificial impone sus reglas. Como si la propiedad intelectual fuese un adorno obsoleto, un simple capricho, un berrinche autoral que no se refleja en los códigos normativos o judiciales de la conducta. Quienes la manejan parecen no tentarse el corazón, ni es algo que les quite el sueño. Algo similar a la cínica frase de aquel político innombrable: “¿Moral? Moral es el árbol que da moras”.

No, no sé cómo reaccionaría yo ante tal hipotética circunstancia. Lo único que tengo conciencia es de que mis escritos y mi habla son activos o reservas de un banco de datos, y que nunca tendré voz ni voto en semejante consejo de administración bancaria. Para eso me refugio en la mullida nube de la Inteligencia Natural.

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Enrique Rivas Paniagua

Contlapache de la palabra, la música y la historia, a quienes rinde culto en libros y programas radiofónicos
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