Laberintos de papel y acetato

Vozquetinta

Pero si hace poco di con él. Pero si lo dejé a la mano. Pero si aquí debería hallarlo. ¿Lo habré puesto por error en una sección que no le corresponde? ¿Estará atrás, en cualquiera de tantas segundas filas de los anaqueles? ¿O al frente, pero recostado encima de los que sí alcancé a darles lugar de pie? ¿O en alguna de las varias y desequilibradas pilas que tapizan el suelo de mi casa?…

Estoy en mi sagrado cuarto de estudio y no aparece el volumen que necesito consultar. Ya lo busqué por género, por autor, por colección, incluso por color, por tamaño, por grosor. Nada. Le entró el caprichito de jugar conmigo a las escondidillas, seguro de que tardaré en gritarle “¡Una, dos, tres por él que estaba traspapelado!”. Y tenía que ser justo ahora, cuando más me urge tenerlo. (¡Cuánto comprendo y me solidarizo entonces con la férrea voluntad y la angustia vivida en nuestro país por las madres de hijos desaparecidos!).

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Cuestiono en estos casos si de veras soy organizado, metódico, como me califican las malas lenguas. Pongo en tela de juicio el proverbio que antaño se nos introyectaba, aquella entelequia de “Cada cosa en su lugar y un lugar para cada cosa”. Más en mí, un tipo con loca vocación hacia el coleccionismo y al que se le queman las habas por tener en orden su manía para heredar, socializados, los tesoros que ha reunido. Aunque a veces los distractores le sean inevitables, aunque los imperativos diarios lo estrechen, aunque el tiempo ya no le alcance.

Hablo de libros, desde luego, pero igualmente de fonogramas, en cualquier formato: sencillos, elepés, compactos, casetes. No exagero si afirmo que tengo varios miles, la mayoría de música popular mexicana, comprados en disquerías de provincia, en bazares de viejo, en puestos ambulantes, en presentaciones, en festivales culturales, en ferias del libro. Y por más que quiero ordenarlos, me rebasan. Se me revuelve el estómago tan solo de acordarme las veces en que, por no haber localizado en mi atiborrada discoteca el respectivo ejemplar, he debido sustituir la versión de cierta pieza que pensaba incluir en mi programa por otra menos apropiada. Tristes gajes de mi necedad por el oficio radiofónico.

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¡Ay, benditas y a la vez desesperantes incursiones laberínticas en pos de minotauros biblio-discográficos! Solamente quienes somos tan perseguidores de letras como de sonidos entendemos este padecimiento, siempre hurgando en nuestros archivos como en una caja de Pandora. Pero ahí estamos, de míticos. Y en una de ésas, hasta de místicos.

Quizá no llego al extremo de aquella impactante fotografía, tomada desde un ángulo alto por Rogelio Cuéllar, del mar de libros y papeles donde —¡a saber cómo!— flotaba el gran José Emilio Pacheco en su despacho casero. O quizá proyecto en ella uno de mis sueños, producido por ese subconsciente recopilador que tantas jugarretas me provoca. Como sea, creo que al menos pongo a diario la misma expresión de azoro y destino manifiesto con que vio hacia la cámara el creador de Las batallas en el desierto.

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Enrique Rivas Paniagua

Contlapache de la palabra, la música y la historia, a quienes rinde culto en libros y programas radiofónicos
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