Este es el trenecito del cuatrotero exprés
Ni modo de negarle lo romántico. Suena muy apapachador, muy tierno, eso de volver a viajar en tren. Escuchar otra vez los pitidos de la máquina negra, los traqueteos de los vagones sobre los rieles, los pregones de las vendedoras de antojitos en cada estación. Admirar los mil y un panoramas del trayecto, enmarcados por las ventanillas de madera. Desplazarse como en una película rodada a cámara lenta o ultrarrápida hasta llegar al happy-end de nuestro destino.
Todo ello, si es que antes de veras hubo algo así —tan idealizado como nos lo pinta la desmemoria—, ha echado a rodar la demagogia electorera, vale decir manipuladora. No hablo del ya famoso Tren Maya, porque éste protagoniza una telenovela distinta, sino de la reciente puntada finsexenal de reciclar trenes de pasajeros en varias líneas de antaño. Como si no hubiera que invertir en ellas millones de pesos para rehabilitarlas, porque su desgaste previo y el abandono posterior las dejaron casi inservibles; o de plano, tenderlas de nuevo, porque de muchas rutas férreas apenas sobreviven, si acaso, los terraplenes, convertidos ahora en polvosas brechas para automotores (pongo un caso que he recorrido en camioneta: la México-Tulancingo, incluyendo sus ramales a Beristáin, Apulco y Honey).
Es un Lázaro resucitado por decreto a las 11:45 (traducción: al cuarto para las doce). Enjaretado a la iniciativa privada, so pena, si decide no entrarle, de reasignárselo a personal castrense. Plan con maña. Entelequia sin presupuesto. Iniciativa sensiblera que mucha gente, sobre todo de la tercera edad, la da por un hecho seguro y fácil, como si todo se resumiera a enganchar carros de pasajeros a una locomotora y formarse para adquirir hoy mismo, gracias al dinerito de su pensión del bienestar, un boleto en la taquilla más próxima a su añoranza. Me recuerdan sin querer el “A qué le tiras cuando sueñas, mexicano”, de Chava Flores.
¿Por qué, se cuestiona uno, no se promovió esta idea hace cinco años, cuando podría haber sido más o menos viable? ¿Por qué decretarla a menos de un año de concluir el sexenio si difícilmente alcanzarán tiempo y recursos para llevarla a cabo?… Arcanos de la política, sin duda. Y conste que la califico así, de misterio, de enigma, de entresijo, no de cortina de humo ni de votos atoleros.
Sí, yo fui de los primeros en ponerle tache a Ernesto Zedillo Ponce de León por darle la puntilla al pasaje en vías ferroviarias. Sí, no acabo de consolarme por ese crimen que puso fin a una utilísima forma de comunicación, a la que nuestro país entró demasiado tarde (el primer camino de fierro, el México-Veracruz, se inauguró en 1873) y salió de ella demasiado pronto (a duras penas tuvo vigencia un siglo y tres décadas, siendo que en otras naciones sigue dando servicio desde hace más de dos centurias). Sí, yo también evoco los aventureros traslados que hice en sus asientos (o de pie, faltaba más, como cierta vez me tocó de México a Huamantla), disfrutaría cual niño con juguete nuevo volver a realizarlos y motivaría a mis hijos y nietos a que tuvieran, así fuese una sola vez en sus vidas, la maravillosa experiencia de conocer un cachito de su patria desde el tren.
Sin embargo, de ahí a echarle incienso a una medida que considero oportunista y de dudosa viabilidad inmediata, hay excesiva distancia. Diría yo que la misma que se le ocurrió al compositor Margarito Estrada en el estribillo de una de sus canciones, interpretada por el Dueto América: “Es muy larga la distancia / de México hasta Durango, / pero si el tren no me lleva / yo llegaré caminando”.