Entre lo íntimo y lo público
El camino y el caminante
En alguna ocasión escuché decir a Ángeles Mastretta que todos tenemos una vida pública, una vida privada, una vida íntima y una vida secreta; casi por regla general cuando estamos cursando una enfermedad, ya sea por pudor, por pena, para no incomodar, la vivimos en el espacio íntimo. Hoy, con la pandemia que estamos sufriendo, nuestra experiencia y nuestro dolor se han vuelto públicos, son tantos millones de contagiados, de vidas que han sido segadas, que es difícil encontrar una familia donde el virus SARS-COV-2 no haya causado estragos.
Comparto mi experiencia al respecto, con respeto, comprensión y empatía para quienes han sufrido la pérdida de alguno de sus seres queridos. En lo personal, mis circunstancias me permitieron cumplir el “quédate en casa” la mayor parte del tiempo; considero que fui cuidadoso y prudente la mayor parte del tiempo. Sin embargo, un día de marzo me desperté con una ligera tos, le llamé al médico y para el martes ya tenía el resultado de los estudios realizados: positivo en COVID. Inicié el tratamiento indicado y los primeros 7 u 8 días transcurrieron sin grandes sobresaltos, sin embargo, de pronto, en una tarde todo cambió y mis pulmones comenzaron a colapsarse. El consejo de mi medico fue acudir rápidamente al hospital. Salí caminando de casa, me trasladó una ambulancia, llegué consciente al Hospital General de Pachuca, pero hasta ahí llegan mis recuerdos. Ya no supe más. Ahora se que me pasaron a terapia intensiva, me intubaron y permanecí en ese estado casi 30 días. Finalmente, sobreviví, permanecí algunos días más en la clínica, semi consciente mi mente construyó docenas de historias de las que guardo imágenes, diálogos, detalles pero que ahora al platicarlas con mi familia me entero que no sucedieron, solo fueron alucinaciones.
Un día, a media tarde, una enfermera me llamó por mi nombre y me dijo: en una hora lo llevarán a su casa. Llegaron unos camilleros, me subieron a la ambulancia y me llevaron a casa; los primeros días me sentí como Gregorio Samsa, el personaje de La metamorfosis de Kafka, cuando despertó convertido en un escarabajo con las patas hacia arriba incapaz de hacer cualquier movimiento.
Mientras yo vivía mi proceso, otras historias se desarrollaban en mi entorno cercano, mi esposa con la angustia y la responsabilidad de tomar decisiones al mismo tiempo que enfrentaba también su contagio; mis hijas con la angustia por la alta probabilidad de que no sobreviviera y la impotencia de no poder acercarse ni a casa ni al hospital; mis hermanos, preocupados, con la incertidumbre de no saber que estaba pasando y la cruel certeza de que nada más podían hacer.
Ahora, ya en casa, avanzo en mi rehabilitación, tomo consciencia de lo difícil que fue para mi familia, del afecto y solidaridad de mis amigos y conocidos, del trabajo tan profesional de todo el personal del Hospital General quienes tendrán mi gratitud por siempre.
Estoy celebrando que estoy vivo, emocionado por seguir en el mundo de las posibilidades, dispuesto a continuar mi vida ofreciendo lo mejor de mi persona, sin embargo, al tiempo que celebro el milagro de la vida algunas preguntas me taladran: ¿Cómo estarán viviendo su duelo quienes perdieron a un ser querido en estas, para nosotros, desconocidas circunstancias? ¿Qué hará el Estado con las miles de personas que vivirán por años o quizá de por vida con secuelas incapacitantes? ¿Estaremos listos, la sociedad y el Estado para hacernos cargo de las decenas de niños y adolescentes que quedaron huérfanos en esta pandemia? Mi alegría es incompleta, hay mucho dolor en nuestro País y solo entre todos podremos paliarlo y facilitar que para todas las víctimas de este virus la vida vuelva a ser vivible.