Ensayo de una plazología mexicana
Vozquetinta
Plaza principal. Plaza central. Plaza mayor. Plaza grande. Plaza vieja. Plaza de arriba. Plaza de abajo. Plaza de armas. Plaza de la constitución. Plazuela. Plazoleta. Zócalo. Alameda. Jardín. Parque… Múltiples denominaciones locales para un concepto unitario: la plaza.
¿Simple regulador urbanístico? ¿Mero núcleo emergente o convergente de calles y avenidas? Definiciones así son buenas para «sentar plaza» de académico en una escuela de arquitectura, pero no explican el verdadero sentido popular que en México le otorgamos: la plaza como inyectora de energía, caja de resonancia, ágora para la crítica o el aplauso, espacio de solaz, retrato del carácter del vecindario, punto de partida de la historia matria, identificación umbilical y afectiva con la querencia.
Equivale a la sala donde se platica, se convive, se recibe y atiende a las visitas. Funciona como periódico oral, noticiario editorializado del acontecer lugareño, pretexto para chismes de gente ociosa. Vale por alcahueta de noviazgos y promesas de casorio, al amparo de conductas esperadas y códigos gestuales. Más de un poema o cantar la tuvo por madrina de bautizo cierta tarde melancólica o noche de plenilunio desde una de sus bancas de fierro colado, de esas que suelen dejarnos el trasero calado.
Hay plazas bullangueras, de algarabía —casi alharaca— permanente; hay otras, como dice la canción, “que no hacen ruido y es más grande su penar”. Hay plazas diurnas, dinámicas sólo de día; otras son nocheras o de plano madrugadoras. Hay plazas parecidas a cajitas de música: apenas se les da cuerda, nadie les detiene su serenata. Hay plazas cuya clientela varía según la hora o la jornada: materfamilias, infantes, trabajadoras domésticas, escolapios, integrantes del club de la tercera edad, talacheros de contrato esporádico.
Las fiestas patronales, las ferias, las celebraciones cívicas, los actos políticos, los remates de desfiles, las retretas, los festivales de música, se acomodan en la plaza. Es punto de origen o paso obligado durante una procesión religiosa. Concentra a manifestantes y protestosos. Congrega a fans de la banda municipal. Destina áreas a merolicos, aseadores de calzado, artesanas, alquiladores de triciclos o brincolines, payasos, gurús, billeteros. Abre sus pasillos a marchantes del algodón de azúcar, el raspado, la nieve, la paleta, el pico de gallo, la jícama. Consiente que las chimoleras sacien con un taco placero nuestra gula. Reúne en comunidades indígenas a quienes participan del tequio o faena.
Quioscos, fuentes, piletas, monumentos, estatuas, bustos, exedras, torres relojeras, templetes, portales, astabanderas, faroles, balaustradas, graderías, miradores, arriates con plantas propias o exóticas, cabinas de información turística, refresquerías, cafetas, puestos de revistas. Ocupan sitios conocidos, respetados por usos y costumbres. Suscitan recuerdos. Son emblemáticos. Algunos forman parte del escudo o logotipo oficial.
«Día de plaza» llamamos al tianguis. «Plaza tomada, ciudadela rendida» rezan los catecismos de ciencias bélicas. «Partir plaza» acostumbra la tauromaquia. «Plazas de base» ha de tener cada pueblo, no «plazas de confianza» (sólo así evitaría que cualquier munícipe las ponga de patitas en la calle, so pretexto de que aquellos terrenos serían idóneos para un condominio de postín, un lujoso complejo comercial o un vil estacionamiento).
En vez de desplazarla, emplacémonos por vocación ciudadana en ella. Al cabo, como bien dicen, no hay plaza que no se cumpla.