En pos de la tultequidad

Vozquetinta

Pocos minutos bastaron para que Tula se convirtiera en un Frankenstein, doliente híbrido de Venecia sin joyas monumentales y de Xochimilco sin románticas chinampas. Mi memoria asoció las fotos y videos de sus calles anegadas a las imágenes que hace tiempo me suscitó leer La muerte en Venecia y ver María Candelaria: en la novela de Thomas Mann, escrita en 1912, las de una comunidad azotada por la peste; en la película de Emilio Fernández, filmada en 1943, las de un enclave rural entre claroscuros urbanos; en ambas, las de sitios donde acaban falleciendo sus respectivos personajes. Aún no logra desarrugarse mi corazón por la tragedia ocurrida en esa esquina… ¿hidalguense?

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(¿De veras Tula es parte del estado de Hidalgo? La pregunta parece boba, porque le pertenece desde el punto de vista territorial y político; sin embargo, no en lo anímico. Para casi todos los habitantes de la Bella Airosa y, por extensión, de otros espacios estatales, Tula equivale a un remoto rincón que no sienten suyo, no les atrae, jamás se paran en él. Cuando mencionan a los atlantes no se identifican con ellos, pese a que el gobierno se los ha estereotipado como símbolo de nuestra entidad. En el menos centralista de sus enfoques, la pachuqueñidad supone que en la última avenida de Tula, ni siquiera en la primera del ninguneado Tepeji del Río, remata, ya no digamos empieza, Hidalgo.


Cierto: tanto en la época prehispánica y colonial como en la decimonónica y la del siglo XX, Tula se ha ligado más a la Exciudad de los Palacios —sin excluir, por supuesto, al territorio mexiquense, como cuña o calza entre ellas— que a Pachuca misma. Hoy se le considera otro de los tentáculos del pulpo capitalino, el cual decidió desde hace varias centurias arrojarle los pestilentes deshechos que a diario produce. Incluso, si lo analizamos bien, son relativamente escasos los vínculos históricos y culturales de Tula con el resto de la región hidalguense donde se ubica, y por eso, en áreas situadas al norte del Mezquital, hay quienes opinan que la vieja Tollan no debe ser tenida por mezquitalteca.)

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Las escenas de la inundada Tula trajeron también a mi memoria el parteaguas de la novela Ojerosa y pintada, de Agustín Yáñez (1959), cuando su protagónico taxista acepta llevar a “un hombre de traza estrafalaria, no exento de cierta distinción”, quien resulta ser alguien que le gusta sentarse a la orilla del gran canal del desagüe para filosofar. Allí, le dijo aquel pasajero, está “la verdadera historia de la gran ciudad, cada vez más grande, más turbia, más difícil de comprender”; allí, “la fetidez acumula, remansa, da curso a los restos materiales de las emociones, de las intenciones, de los hechos que hacen vida e historia”; allí, en fin, circula “el rezumadero, mejor decir: el contadero, minuto a minuto, de millones de historias, grandes o mínimas, que forman la general historia de la ciudad”.


¡Pobre comarca de Tula, tan lejos de Hidalgo, tan cerca de la urbe chilanga! ¡Cuántas historias habrán flotado esta semana por los turbulentos desfogues de su río! Ojalá que, superada ya la crisis, sean el preludio de una mejor vida, más digna, para la gente tulteca. Y ojalá, también, sus pobladores empuñen como nueva bandera de identidad este hermoso gentilicio, tultecas, herencia modernizada del legendario toltecas, y aprovechen para tirar al caño el cultista y desabrido de tulenses.

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Enrique Rivas Paniagua

Contlapache de la palabra, la música y la historia, a quienes rinde culto en libros y programas radiofónicos
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