El lado filoso del turismo

Vozquetinta

Por donde se le vea, el turismo es una invasión. Una invasión tolerada, incluso pedida y fomentada, por la sociedad a la cual se invade, bajo el tentador y poderoso argumento de que deja dinero y genera empleos. Muchos billetes. Muchos trabajos directos o indirectos. Al menos para México, la actividad turística representa la tercera industria que más divisas aporta a su economía, después de la automotriz y la del envío de remesas de migrantes. En consecuencia, mientras más turistas nos invadan, mejor.

Pero como todo fenómeno sociológico que merezca el calificativo de invasión, el turismo también produce crisis, desestabilidad, especulación, deterioro, violencia. Ahí están la Riviera Maya, Acapulco, Puerto Vallarta, Mazatlán, los Cabos, entre muchos otros complejos megaturísticos tan atractivos como peligrosos. Porque no nada más residir y chambear en casi cualquier destino centrado en el turismo, sino el simple hecho de visitarlo durante unas horas, días o semanas, equivale a jugar a la ruleta rusa. Y antes de meterse cada noche a la cama del hotel habría que pasar a dar gracias al templo más cercano, porque seguir con vida al final de la jornada en sitios de esta índole (o después de circular por las carreteras que conducen a ellos) es una bendición divina. Literalmente: tiro por viaje.

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Por supuesto, hay muchas maneras alternas de evitar llamarlo invasión. En el aspecto ambiental, por ejemplo, una de ellas es emplear el eufemismo “contacto con la naturaleza”, como si los turistas —conquistadores del ocio y beneficiarios del tiempo libre—, cuando se desplazan a un bosque o una playa, no fueran invasores sino apóstoles; vaya: personas conscientes, respetuosas del entorno. No hay tal conciencia ni respeto. Lo que sobra, en cambio, es basura, residuos de fogatas incontroladas, arroyos sucios, suelos deslavados por el tránsito de vehículos automotores, atmósfera apestosa a gasolina o humos de mofle, vegetación empobrecida en llanos donde antes hubo frondosas arboledas, fauna desplazada o agredida, cuando no muerta, por mera diversión.

Y la cereza del pastel: la contaminación sonora. El ruido enajenante, inmisericorde, tiránico. El ruido cuyos ecos se escuchan hasta en los parajes más recónditos. El ruido del que los invasores urbanos no pueden, ni quieren, desprenderse porque lo llevan en sus genes, porque es consustancial a ellos. Caso extremo: el ruido generado por motocicletas y cuatrimotos, sobre todo cuando unas u otras se enfrascan en carreras “deportivas” (¡!) a campo traviesa (o para nombrarlas con anglicismos: el motocross y el quad motocross)… La neta, no entiendo a quienes consideran a ambas competencias ecocidas dentro del paradójico concepto de moda: el ecoturismo.

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En mis tiempos nos decíamos excursionistas o trepacerros, no ecoturistas. Yo lo fui, con mochila a la espalda, paliacate enrollado en la frente, camisa de franela, pantalón de mezclilla, botas ten-pac. Rehuía de las multitudes. Acampaba en rincones solitarios. Me desahogaba escribiendo mis impresiones y estados de ánimo. Blandía mi inseparable canon para guardar esos momentos en papel fotográfico. Regresaba silencioso y humilde a casa.

¿Yo también invadía? En cierto modo, por más que entonces me definiera como un inocente ‘viajero de largo andar’. Era un invasor, sí, aunque escudado en buscar siempre al verdadero México y, sobre la marcha, buscarme a mí mismo.

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Enrique Rivas Paniagua

Contlapache de la palabra, la música y la historia, a quienes rinde culto en libros y programas radiofónicos

2 comentarios

  1. así eras en la Facultad y con el grupo de compañeros. cada cual empezamos rumbo y sendero
    rara la desconexión si estábamos a un paso.
    acá seguimos en Políticas. saludos

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